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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Suma y sigue

Ayer iba haciéndoles una lista de cosas triviales y cotidianas, entre las que reclaman los corazones de viandantes y contribuyentes, pero que es imposible, por alguna gran razón oculta, que ni Gobierno ni partidos de Oposición se pongan nunca, no digo ya a remediarlas, pero ni siquiera a mencionarlas en sus promesas o programas. Sigamos, si les parece, añadiendo algunas a la lista; y ustedes me dirán si se les ocurren otras por el estilo, que su modesto corresponsal no está aquí más que para intentar decir algo de lo que todo el mundo siente.Ascensores. ¿Quién ha pedido, para qué sirve (éstas son las preguntas, incansablemente ingenuas, que hay que plantearles a cada chisme o reglamento que, sin razonamiento alguno, se nos impone desde arriba), por ejemplo, el nuevo tipo de ascensores? Me refiero -ya saben- a esos que, en vez de ser un cajoncito con cristales tirado por cable y polea con contrapeso, son una armazón metálica (a veces de tres paredes sólo, para que los niños perversos puedan de paso arrascarse la espalda contra el muro deslizante) movida -supongo por algunas puñetas aerodinámicas y controles electrónicos (a veces hasta tienen memoria), que ocasionan que el viaje tenga que alternar entre un impulso de subida rápida y un tramo de rallentando al ir a parar en el piso pertinente, y en muchos casos con controles automáticos de las puertas (a veces obedecen a células fotoeléctricas, muy divertidas por cierto), todo lo cual, aparte de dar la sensación del año 2000 a las masas envenenadas de futuro, ¿qué ventajas palpables tiene para los Usuarios? ¿Qué ahorro, al menos, de trabajo para la clase trabajadora? En vez de mejorar y hacer cada vez más seguro y agradable el viejo tipo de ascensores, más que suficiente como invento, ¿qué diablos se ha ganado con esta imposición del nuevo tipo? ¿Tiempo? A lo mejor tenía sentido el chisme para los viejos rascacielos neoyorquinos; pero en estos bloques de diez o, lo más, veinte pisos, donde suelen ahora encerrar a las masas de la urbe, ¿qué tiempo se ahorra, teniendo en cuenta el rallentando de cada parada?: ¿medio minuto para los inquilinos de un vigésimo piso?, ¿seis segundos para el de un cuarto?, cuando no haya paradas intermedias. Claro que si .se pone el jefe a sumar segundos... Y además, ¿para qué diablos ahorrar tiempo? ¿Para ver un trozo más del programa de la tele? ¿O es material lo que se ha ganado? Acaso ese modelo de las tres paredes se ha inventado pensando en ahorrar chapa. Pero no; por desgracia, razones más serias y profundas son las que hacen que los modelos de cualquier chisme, en vez de irse mejorando, tengan que cambiarse por otros cada poco tiempo, y las que hacen que no haya Izquierda organizada alguna que se le ocurra oponerse a tal proceso.

Circulación urbana. Este es el clamor del pueblo que más sube a las nubes cada día: no hay vez que montes en un autobús o taxi, o en el coche de un amigo motorizado, que no suene, al sufrir en sus carnes la arritmia mortal de semáforos, colas kilométricas y embotellamientos, la misma queja desgarrada: ¿por qué esto? ¿Cómo no hay quién lo pare? ¿A dónde como tiene que ir tanta gente en coche? En el 90 % de los casos, ya saben: a tomar el vermut en el bar de la esquina; pero ¿qué más da?: lo importante es que les han hecho comprar un auto; y una vez comprado, diablos, alguna vez habrá que sacarlo y demostrarse uno que sirve para algo, ¿no?); y sigue subiendo la queja, a través de los espesos vahos de gasolina quemada, a los sordos cielos: «Yo, alcalde ... », dice el taxista; «Dan ganas de abandonar el cacharro en medio del barullo», solloza la conductriz desesperada, «y que se lo lleve San Cristóbal, si lo quiere»; y reitera el probo funcionario, mirando para arriba: «Pero ¿cómo no hay una autoridad que prohíba de una vez la circulación en el casco urbano, quitando los transportes colectivos?» ¡Que les devuelvan la ciudad a los ciudadanos! Ya, ya; pero no saben ustedes las razones profundas. ¿Dónde está ese alcalde? Usted mismo, querido don Enrique, tan lúcido dirimidor otrora de las contradicciones dialécticas de la sociedad, viejo conmilitón en los pocos, pero gloriosos días del pronunciamiento estudiantil de 1965, ¿será usted el primer alcalde valiente que suprima los autos no en una callecita comercial, sino de veras y de una vez, dentro al menos del circuito de las avenidas periféricas? ¡Es tan fácil sobre el papel, y tan razonable y económico! Pero ¿cómo va usted a hacerlo? Porque tendría que ser no sólo contra la gran mayoría del consistorio, sino contra la disciplina de su propio partido. ¿Cómo se va a tocar a nada que atente ni por sombra a la propaganda y venta del automóvil? ¡Y, por tanto, a su producción en masa! ¿Dónde irían las empresas nacionales? Y ¿dónde, por ende, los puestos de trabajo? ¡Ojalá pudiera usted, ya que le sea imposible la medida negativa y eficaz, impedir al menos el proceso positivo, la construcción de nuevos aparcamientos y pasos elevados o subterráneos y demás mandangas, ineficaces en definitiva, y no por ello menos costosas y destructoras de los restos de la ciudad! Pero me temo que ni eso: ¡tan imperioso es el torbellino y tan profundas las razones del poder abstracto que lo mueve!

Autopistas. ¿Y por esos campos de Dios? También el automóvil demuestra su utilidad. Testimonio: las tortillas de domingueros estrellados en lata cada fin de semana por choques, adelantamientos y otras imperfecciones del sistema. ¡Ah!, pero para eso está el progreso: las carreteras de doble vía y... ¡Qué digo carreteras, imperito de mí!, que no me acordaba de lo que dictaminaba el año pasado una corporación de ingenieros defendiendo de los ataques populares la autopista del Atlántico: que es que las autopistas no son unas carreteras; y lo primero, para entender el sentido progresivo del proyecto, es tener una noción de autopista. ¡ Oh, el poder del concepto! Bueno, acá nos entendemos, y hasta tenemos una vaga sensación de para qué sirven de verdad las autopistas: para impedir el desarrollo del ferrocarril, vía nata del transporte de mercancías, y para fomentar la ilusión de libertad individual del automóvil propio, que todavía se atreverán a proclamar los prospectos de su propaganda (¡como si en una autopista bien aprovechada pudiera pararse nadie ni para mear!), en contra del aumento y mejora de los transportes colectivos: todo ello al servicio de las industrias gasolineras, detrás de las cuales están, sin duda, las razones profundas que hacen que ni Gobierno ni partido alguno pueda mover un dedo en contra del auto y de sus pistas. ¿De qué servirá el clamor, bien manifiesto y a duras penas apagado, de los campesinos y ciudadanos de Galicia?, a pesar de incontables retrasos y tropiezos, que lógicamente deberían haber hecho el proyecto ya ruinoso y no rentable (¡como si el dinero de la empresa siguiera una lógica de pérdidas y ganancias!) acabará por trazarse la infame autopista del Atlántico, destrozando campos y ciudades de Galicia ceibe, como otras cintas de betún han arrasado ya otros valles y costas donde se vivía: en contra del pueblo, en contra de la economía, pero en aras del ideal, porque el destino así lo manda.

Cerebros. Me refiero a los electrónícos -claro está- y a los ordenadores y computadoras y demás enseres destinados a facilitar el trabajo, ahorrar tiempo y ordenar la vida. Ahí tienen ustedes un buen ejemplo de cómo funciona al revés la ley de la oferta y la demanda: por todas partes se tropieza uno con cerebros electrónicos enbusca de empleo; se les ha fabricado en masa; ahí están, los pobres ansiando cumplir sus funciones, devorar los programas a que sus maravillosos dispositivos los destinaban. Alguien. tendrá que comprarlos, ¿no? Y, ya comprados, en algo se les habrá de emplear. Y ahí tienen ustedes el resultado: computadoras adquiridas por la empresa, Fulana, para no ser menos, que la empresa Mengana (y porque los tiempos así lo mandan), pudriéndose años en un nicho preeminente de sus oficinas; negocios enteros reestructurados en orden a que se les pueda aplicar la ordenación por cerebros; ordenadores comprados por orgánismos estatales, cumpliendo las mismas funciones que los antiguos of-icinistas humanos (¡hombre, cómo si las computadoras no lo fueran!, ¡y más!), menos la más útil de todas, que era la de salir a tomar un café a media mañana; y, en fin, físicos, biólogos, lingüistas y toda la caterva rascándose los cerebros propios para inventar in.vestigaciones que puedan encomendarse a los electrónicos. Y, sin embargo, con toda la evidencia de inutilidad y de inversión de las relaciones económicas, ¿van a dejar de producirse y de venderse?; y de más en más. Otros motivos, más profundos que los económicos que ustedes y yo podemos entender, lo mandan. Algo si.- nos transluce de que los ordenadores son especialmente aptos par,¡ promover el caos económico y social en que nos ahogamos, y que ese caos es esencial para que el dominio abstracto del capital y del Estado se mantenga.

Inutilidad de la televisión

OVNIS. En cuanto a la televisión (por cierto, ¿han sido ustedes los que han pedido que se inventara? ¿Qué hueco lia venido a llenar que no haya creado ella misma?), la evidencia de su inutilidad es tan cargante (pero, atentos: no hay inutilidad costosa que no sea daño positivo, y el de la televisión, de los más gravosos) que hasta da bascas tenerme que acordar de que hay muchos todavía de mis semejantes que siguen vivieiido cada día bajo el dominio de su pantalla. Del chisme en sí mismo hablo, o de la institución -como quieran-; y no me hago, como las iglesias y partidos, ilusiones de que los medios sean neutros y lo mismo puedan servir para el bien que para el mal, para la opresión que para la liberación; ni voy, por tanto, a distinguir entre unos programas y, otros: la tele misma tiene su fin., bien marcado en cada rasgo de su forma. Pero aun así, ello es que, al recaer en una tabema que tiene la desgracia montada en un rincón (y uno, que no cree mucho tampoco en la voluntad individual, cuando le ponen la tele, mira: se ¡a a la pantalla como las polillas a la llama que les ha de quemar la:; alas), ello es que he visto por varias veces unos trechos de película de OVNIS, muy seria, con una seriedad casi mística y, por supuesto, científica; en el último sacaban esquemas de todos los tipos de OVNIS que la gente ha visto hasta la fecha: «no identificados». ¡Su madre! Todos eran calcados de los dibujos de la literatura futurística que desde hace decenios mahaca a nu estros niños. «¡Oh, el poder anticipador de la imaginación! », que dicen los muy mostrencz)s, poniendo las cosas, como siempre, del revés para que se entiendan Y entonces les pregunto también: ustedes, ¿han encargado esas costosas películas de OVNIS? ¿Saben ustedes para qué sirven? ¿Saben para qué sirven los OVNIS? A lo mejor, no; pero, como yo, husmean que a alguien le hace falta que la religión si,ga reinando en la Tierra, y que :nuevas supersticiones vayan renovando las viejas que se desgastan. Pero que la producción y consunio de OVNIS tiene también larga vida -me parece-, si ustedes ne, mandan otra cosa.

¡Tantos otros agravios se quedan en el saco! Cambio de tensión de las conducciones eléctricas (¿ lo han pedido ustedes?; ¿para qué sirve?), sociedades constructoras, proliferación de nuevos bancos, planes de enseñanza (¿se los piden ustedes al Ministerio?; ¿notan ya como sus hijos disfrutan de sus beneficios?)... Pero aquí voy a parir, por hoy. No conviene abusar tainpoco de los planes de los diarios. -¿Y no va a decirnos usted por qué es tan imposible que Gobierno ninguno ni ningún partido se atrevan a atacar, ni siquiera en su propaga.nda, a tales plagas de la Humanidad? En fin: ustedes lo saben igual de bien que yo, o lo barruntan. Pero como aquí se trataba de decir lo que todo el mundo sabe... Bueno, si quieren que les cuente por qué los planes de automatización (-y centralización y programación, que las tres van juntas) han de ser sagradas para toda empresa, todo Estado y cualquier partido..., sea para otro día.

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