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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La cabeza de Hoveyda

POCOS DIAS después de la ejecución de Ali Bhuto en Pakistán, se ha fusilado a Hoveyda, que fue primer ministro del sha, en Irán. Hay probablemente una relación entre los dos actos: las ejecuciones se habían suspendido en Irán y se han reanudado ahora como si la de Ali Bhuto reclamara una especie de venganza: la muerte de un primer ministro proamericano por la de otro antiamericano. Una carrera sanguinaria. Si no se pudo decir que Ali Bhuto era un inocente, tampoco se puede decir que lo fuera Hoveyda: formaba parte del sistema -dice la acusación- por el que se ejerció la tiranía del sha, se realizaron las torturas por la policía secreta y las matanzas de manifestantes indefensos. Pero el acta de acusación hace especial insistencia en la cuestión «americana» de Hoveyda: «Entregó Irán a Estados Unidos, dejó que la CIA gobemase nuestro país, permitió al ejército norteamericano que transformase Irán en una base norteamericana.» Esta insistencia da mayor carácter de respuesta a la ejecución de Ali Bhuto, que se esforzó en eliminar la presencia americana de Pakistán. Y las dos forman parte de una misma barbarie política, tan equiparable a la que simultáneamente mataba a tres miembros de la Policía Nacional en San Sebastián. El terror, se ha dicho muchas veces, puede emanar del Estado como de sus enemigos. Y es indudable que el general Zia en un país, Jomeini en otro, aparte de su angustia de venganza y de su conversión de política en odio, quieren implantar un terror como ejemplaridad. Pero basar una forma de gobierno en la cabeza de Hoveyda o en la cabeza de Ali Bhuto, o querer construirlo sobre los cuerpos de policías asesinados, es una traición de primer grado a los supuestos de razón en que pretenden basarse los que matan.Todo esto está incurso en el tema general de la pena de muerte. Con otra calidad y también sin inocencia estamos asistiendo al caso deljoven americano John Lewis Evans, culpable de la muerte de un usurero y de una larga serie de delitos a mano armada. Es él quien pide lá muerte -incluso frente a las cámaras de televisión, «para que sirva como ejemplo»- y la justicia la que la va aplazando de fecha en fecha, sometiéndole a una tortura indecible. Como la que sufrió uno de los más famosos ejecutados de Estados Unidos, Caryl Chessman, cuya electrocución fue suspendida durante muchos años y al fin ejecutada. Ocurre que los juicios sumarios y falseados son graves, pero también puede serlo el legalismo llevado a lo patológico, cuando en los dos casos lo que hay al fondo es la muerte de un condenado; cuando la decisión parece implacable.

Si se ejecuta a Evans, será la primera sentencia cumplida en Estados Unidos desde que una resolución federal recomendó su abolición por considerar la pena de muerte contraria a la Constitución. Puede ser también la señal que se espera para que se cumplan una serie de condenas pendientes. Se habrá dado así un considerable salto atrás en el lentísimo progreso abolicionista que recientemente ha ganado España, uno de los últimos Estados que se resistía a suprimir la pena de muerte. Son malas noticias para la civilización.

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