Hoy desaparecen oficialmente los alcaldes del franquismo
Los alcaldes del franquismo, una institución política que ha sido dramática, pintoresca y caciquil, según los casos, desaparecen oficialmente hoy, aunque una buena parte de ellos se han resistido a abandonar el puesto e intentan la batalla democrática de las municipales, amparados, sobre todo, en las listas que ha logrado confeccionar el partido del Gobierno.
En sus municipios, los alcaldes del franquismo, algunos de los cuales duraron más de treinta años en sus cargos, eran algo así, como reyes frustrados, personajes que eran capaces de multar a los ciudadanos por carraspear o por estornudar a su paso. A lo largo de sus mandatos, muchos de ellos se consideraron, si no elegidos de Dios, elegidos de Franco, a través del gobernador civil, al que rendían pleitesía. Las devociones de los alcaldes franquistas eran caricaturas del amor al poder. Una anécdota gallega -muchas de las anécdotas municipales tienen su escenario en Galicia- ilustra este amor ciego. En Sarría, provincia de Lugo, se les ocurrió bautizar el río. El acto era presidido por el gobernador civil de la provincia, Eduardo del Río, quien se manchó su chaqueta al arrimarse a un muro. Uno de los alcaldes allí presentes sacó inmediatamente un pañuelo de su bolsillo y limpió, muy diestro, la susodicha mancha. Ante esta presteza, el entonces alcalde de Sarria, Jesús Vázquez Rivas, dijo, ni corto ni perezoso: «A pelota a mi nadie me gana.» Sacó un pañuelo y pasó a limpiar con cuidado uno de los zapatos del gobernador.Las alcaldadas han sido numerosas, de distinta factura. Han abundado las lucrativas. Antonio Morán García, último alcalde digital de Peñafiel (Valladolid), decidió, al comenzar su mandato, que había que llenar de cemento su pueblo, al precio que fuese. El precio, en cualquier caso, lo cobraba él, propietario de una fábrica de cemento.
El mismo señor Morán fue el que quiso inventar un sistema de iluminación para el castillo-fortaleza del infante don Juan Manuel. La iluminación le pareció poco: quiso derribar una de las paredes de la fortaleza, «para que desde aquí se vea toda Castilla». No le dejaron llevar a cabo tal desaguisado histórico.
Alcalde se es
Los alcaldes del franquismo no tuvieron que aprender el oficio. Manuel Vidal, ex alcalde de Valladolid, candidato independiente a la misma, definió muy bien a esa clase de sirvientes públicos cuya vigencia acaba oficialmente hoy: «A ser alcalde no se aprende: se es.» Una de sus brillantes ideas fue la de tapiar el monumento de La Antigua. «Miren: a unos les puede gustar un monumento aislado, y a otros, metido entre casas. Es cuestión de opiniones, porque vosotros vais a Toledo o a Armsterdam y parece que no hay edificios histórico-artísticos, y luego entras por un soportal y, izas!, el monumento. Además, algo tan amplio y bonito como la plaza Mayor de Salamanca, ¿se ve desde fuera?»Otros han estudiado más: Gabriel Ramón Juliá, ex alcalde de Lluchmajor (Mallorca), que ahora prueba suerte de nuevo para eternizarse en el sillón municipal, procede de una familia tan humilde que a los trece años tuvo que empezar a trabajar como barbero, y como no había dinero en casa para comprar libros, copiaba éstos a mano, palabra por palabra. Se hizo maestro y corresponsal de prensa. El es consciente de que su caso es aparte: idolatra a Franco, de quien dice que fue «un ser privilegiado»; sobre sí mismo no es menos humilde: «La divina providencia se ha valido de mi persona para hacer en Lluchmajor todo lo que se ha hecho en los últimos nueve años.»
La institución de alcalde del franquismo ha sido también cómica. José Bibrián, alcalde de Cariñena (Zaragoza), se lleva la palma entre los pintorescos. Sin ser un cosechero de los vinos del lugar, ha llegado a dirigir el Consejo Regulador de los caldos de Cariñena, se ha plantado en un Caravelle y ha vendido las botellas de vino de mano en mano, sin pasar por intermediarios, en el propio aero puerto de Francfort. En dos ocasiones, casi sin permiso oficial, se fue a Moscú con un montón de cajas de vino para regalárselas a altos miembros de la Administración soviética, quienes llegaron a ofrecerle asilo político, por si aquí las cosas se le ponían feas. Manuel López de la Torre, alcalde de Pravia (Asturias) desde 1968, es un caso típico de caciquismo irreductible. Multó a un joven por carraspear a su lado. Impidió que la sección delegada se convirtiera en instituto (él es director de un colegio privado) y prohibió que los vecinos lanzaran cohetes cuando por fin consiguieron que la mencionada sección subiera de categoría. Fue quizá el primer alcalde de España que mandó grabar en el ayuntamiento una lápida de mármol con el testamento de Franco, y siendo alcalde de su municipio inauguró una calle dedicada a su propio nombre. Su lema ante los críticos de su actuación era éste: «Ladran, luego cabalgamos.» Una joya entre los alcaldes franquistas fue Joaquín Azorín García, que una vez hizo que Franco se parara en su pueblo arrojando una bandera nacional al paso del anterior jefe del Estado por la pedanía de Pozo Cañada (Albacete), de la que él es alcalde desde la primavera de 1939. Años más tarde, Azorín quiso que Franco parara en su pueblo y para ello organizó tres barreras, sucesivas: la primera for mada por chicas; la segunda, por la imagen de Santa Rita, «que nos protegió en la División Azul», y la tercera, por la bandera nacional. La comitiva, que acompañaba a Franco después de una cacería, siguió rauda su paso por Pozo Cañada, hasta que la bandera hizo su aparición y el automóvil del dictador se paró en seco.
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