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Cartagena, entre uniformes y fábricas del INI

Rosa Montero

Todos los mércoles, día de mercado, los campesinos del Campo de Cartagena se levantan pronto para llegar a Cartagena-ciudad a eso de las nueve, y vender o comprar allí un poco de todo: animales, cereales, las almendras de la zona, lo que sea. El punto de cita es la calle Mayor; ahí se reúnen apuntalando las paredes, formando corrillos de elástica e inestable composición, llenando el ambiente de un ronroneo de pujas, ofertas y regateos. José Galindo -cuarenta años, unas carnes voluminosas y eufóricas apretujadas dentro del traje marrón de los domingos, el sombrero de ala dura resbalando precanamente en la coronilla- no ha tenido mucha suerte en el último día de mercado: sólo ha conseguido vender una burra en 30.000 pesetas tras pasar toda la mañana en el empeño: «Es un animal hermoso, una burra pía, con lunares, con rayas, con todo, es un lujo de burra, un capricho», dice él, embargado de ironía y optimismo mercantil. Es esta una compra-venta nominal, claro está: hace mucho ya que los campesinos no traen el género al mercado; hoy se comercia sobre la palabra mutua y la vida de Cartagena no se altera en estos miércoles, tan sólo la calle Mayor está algo más concurrida, poca cosa: la ciudad prosigue alrededor su misma inercia, lenta y tranquila.Es Cartagena la decimocuarta ciudad de España y tiene 170.000 habitantes, pero no se nota. El centro se apiña en torno al puerto de una forma grata, reposada y un punto perezosa. En los muelles están las fragatas, los barcos de guerra. Cada dos pasos tropiezas con un cuartel, o con el hospital de la Marina, o con una prisión militar, o quizá con los muros del Arsenal. Y la calle está punteada con el azul y el blanco del uniforme de la marinería, y por las esquinas resuena el cling-cling-cling rítmico y metálico de los correajes de las filas de soldados a paso de marcha, cuatro en fondo, ar. Aquí está la Capitanía General de la zona marítima del Mediterráneo, y un Arsenal Militar, y una Escuela de Submarinos, y otra de Minas del Ejército, y el Centro de Buceo de la Armada, y el Tercio de Infantería de Levante, y un Regimiento de Artillería de Costa. Y 10.000 muchachos de toda España haciendo la mili. Cartagena-centro parece una excrecencia civil, tranquila y pacífica, que le ha salido a una ciudad militar. Hay que alejarse un poco para comprender que existe otra Cartagena, la de las barriadas fabriles, cinturones pobres, escasamente asfaltados, de casas bajas y deterioradas que se apuntalan las unas con las otras. Son los barrios obreros (La Concepción, San Antón, Santa Lucía, Los Dolores o, más allá aún incluso, La Unión, un pueblo minero que languidece en torno a unas minas exhaustas, con las que va muriendo poco a poco), en donde viven los trabajadores de las grandes industrias de la zona, del Valle de Escombreras (refinería, fábricas de abonos, productos químicos, etcétera) o de los astilleros de La Bazán, o del propio Arsenal. Cartagena es el conjunto industrial más importante del sureste español, y en esta importancia se basan muchas de las quejas de los cartageneros: «Si nosotros tenemos tantos trabajadores, ¿por qué no tenemos delegación de Hacienda, que para todo hay que irse a Murcia, para cualquier papeleo?», dice Placi Ramos, de veinticinco años, dependienta de una boutique de niños. Su padre murió hace cinco meses, y aún no han recibido ni un duro del dinero paterno, porque como todos los trámites han de pasar por Murcia, la cosa se alarga indefinidamente. Y por eso, Placi va a votar al Partido Cantonal, «que por lo menos salgan los de Cartagena para hacer algo por nosotros».

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El Partido Cantonal. Fue Julio Frigard -aquí se le llama Frigadellas- quien fundó este partido en el 77, recogiendo esa tradición de cartagenerismo que hizo que en 1873 los federalistas radicales tomaran el Ayuntamiento y el puerto al grito de «Viva Cartagena».

La "provincia" de Cartagena

El Partido Cantonal se define como antipartidista y abierto a todas las tendencias, pero Frigard mismo está considerado como hombre de derechas, y en el setenta fue jefe local del Movimiento. Quizá por ello, por su significación, dimitió el pasado mes de octubre, y ahora la presidencia la ostenta Carlos Romero, un médico muy conocido y respetado en la zona, un hombre de fama socialdemócrata.

«Pero nosotros no somos ni de Ízquierdas ni de derechas -dice Romero-; sólo queremos recoger las reivindicaciones por las que Cartagena lucha desde hace siglos.»

Los cantonalistas de hoy piden que Cartagena sea una provincia, pero, como añade Romero, «estamos en contra de las provincias; esta fue una distribución que se hizo el siglo pasado sin tener en cuenta la idiosincrasia de los pueblos y con el único fin de someter a España al poder central. Lo que pasa es que la Constitución actual especifica que España se divide en provincias, y mientras estén así las cosas nosotros reclamaremos que Cartagena lo sea, porque es la única manera de conseguir que nuestros representantes estén en el Parlamento». Es en Cartagena-centro en donde el Partido Cantonal -que sacó 5.000 votos, más que el PCE, en las pasadas elecciones tiene mayor implantación y más adeptos. En el campo -ese Campo de Cartagena que es de secano, tierras ricas empobrecidas por la falta de agua- esto del cantonalismo trae un tanto sin cuidado: «A mí me da igual ser de Cartagena que de Murcia -dice José Galindo, el de la burra de fantásticas rayas-; yo soy moro de más, o sea, que me es lo mismo que mande Fulano o Perico.» Y en las barriadas industriales el Partido Cantonal suscita ciertas suspicacias. «A mi me parece que el arraigo de ese Partido Cantonal está en la burguesía de siempre que busca lo de siempre», dice Bruno Martínez, un trabajador de Bazán, de 42 años, presidente de la Asociación de Vecinos del Barrio de La Concepción. Y es que en los aledaños obreros de Cartagena hay otras luchas prioritarias a la de este cantonalismo puro, aparentemente asexuado como un ángel en lo político. Esto no quiere decir, claro está, que no exista un sentimiento popular de orgullo cartagenero, y la concien

cia de una marginación que, por otra parte, no ha sido única en España. Es cierto que Cartagena tiene una historia a las espaldas concretada en ese intento cantonal de hace un siglo, y que la geografía contribuye a dividir la zona con natural perfección, que ahí está la sierra de Carrasco y tajando la superficie, Murcia a un lado y Cartagena al otro, y el puerto de la Cadena que les separa se llama así porque hace dos siglos mantenía aún una gruesa cadena divisoria. Luego el centralismo doble, madrileño y murciano, ha ido creando una serie de resquemores y desigualdades: que en Cartagena haya más afiliados a la Seguridad Social y muchas menos camas que en Murcia, por ejemplo. Y así, poco a poco, se gestó una rivalidad entre Murcia y Cartagena, evidente en los furiosos encuentros de fútbol y en los dichos callejeros.

"Aladroques" frente a "barrigas verdes"

«A nosotros nos llaman aladroques podríos los murcianos, y nosotros les llamamos a ellos barrigas verdes. Pero todo esto no son más que tonterías.» Esto lo dice Isabel García, un ama de casa de 49 años que lleva la vocalía de la mujer en la Asociación de Vecinos de La Concepción. Y Bruno, el presidente, asiente con convencimiento, brillándole en la solapa la chapita roja de CCOO. Piensan que más que una provincia, lo que hay que hacer es descentralizar esto, seguir los dictados de otras fuerzas políticas más claras, como el PSOE o el PCE, que proponen la comarcalización: «No hay que crear más provincias, ya hay bastantes, lo que se necesita es una comarcalización auténtica, potenciar las comarcas en pie de igualdad», dice Enrique Escudero, alcalde del PSOE. Y Ovejero, flamante senador de este partido, añade: «El problema de Cartagena es que es una ciudad de trabajadores y de funcionarios, que la riqueza no revierte en la zona, que no hay industrias cartageneras, todas están en manos del INI, o de la gran banca, o de las multinacionales.»

Y así pasa lo que pasa, que ahora los cartageneros, para el trasvase del Tajo-Segura, han de comprar a Barcelona los asfaltos cuyas materias primas ellos mismos enviaron a Cataluña. Así es que Cartagena es una gran ciudad de asalariados que venden su trabajo a empresas ajenas. De todas formas, dice Bruno, el de Bazán, el presidente de la asociación de vecinos, «somos bastante privilegiados en comparación con el resto del país, aquí no hay mucho paro, aunque los jóvenes no tienen perspectivas». Los hijos mayores de Isabel, la compañera de la asociación, están, por ejemplo, sin trabajo y en el paro: «Y esa no es solución, a ver si me entiende, porque aunque estén cobrando los jóvenes necesitan trabajar, no es plan para ellos estar sin hacer nada, que pueden descarriarse.» Y no digamos ya nada de la mujer, porque, aunque las cartageneras son «así como a la antigua, muy amas de casa», como dice Isabel, tampoco hay opciones en la zona para ellas, que sólo unas hilaturas tienen el 25% de la plantilla femenina, el resto son trabajos de dependienta o de secretaria y hay muy pocos.

El sueldo de San Pedro

Y así está Cartagena, una ciudad plural de complejos ingredientes. Una ciudad declarada zona contaminada (las costas desérticas están cosidas de tubos gigantescos, de las humeantes chimeneas industriales) y con un campo sediento. Una ciudad a medias civil y castrense («como hemos nacido y crecido con tanto militar nos llevamos todos muy bien -dice Isabel-, aunque nos tienen copaos, yo por ejemplo, jugaba de chica en un descampao al fútbol y ahora lo han vallado los militares y han hecho unas piscinas preciosas a las que no podemos entrar, lo están cogiendo todo») y a medias conservadora y progresista. Una ciudad que tiene orgullo por su historia y amor a las tradiciones. Impulsado quizá por este amor, José Ramón Bustillo, ingeniero naval de la Bazán, candidato inunicipal de CD en el número cuatro, sale a cumplir con la tradición de la «capacha», y permanece desde las nueve de la mañana hasta las siete de la tarde en la calle, en plena temporada electoral, recogiendo dinero para el hospital de la Caridad en una cartera o «capacha», en un ritual pedigüeño de casi doscientos años. En todo esto, en suma, subyace el cartagenerismo, un cartagenerismo difuso e inconcreto, pero sentido por muchos, que hace que en cuatro días se reúnan por cuestación popular ocho millones de pesetas para apoyar a las cofradías de Semana Santa -marrajos o californios- porque aquí las procesiones tienen gran raigambre, porque son las únicas fiestas populares existentes. «Mucha gente de aquí siente el cantonalismo, aunque yo creo que eso de pedir la provincia es un absurdo, yo estoy en contra de las autonomías, como puede comprender», dice Bustillo, el ingeniero postulante.

Es esta, pues, una ciudad de extrañas mezclas, a caballo de sus industrias, de los militares y de sus tradicionales procesiones. En Cartagena, San Pedro está en la nómina de la Maestranza de Marina de la Armada, y desde hace muchos años recibe sueldo como operario bajo el nombre de Pedro Marino Cartagena, sueldo que cobra la Hermandad de San Pedro, para mantener las procesiones. Cuando se revisó en los años cuarenta el personal de la Armada -en parte fueron pruebas de capacitación, en parte, dicen, una limpia de rojos infiltrados- Pedro Marino Cartagena no se presentó a los exámenes y no hubo quien diera buenos informes políticos de él, por lo que fue despedido sin más contemplaciones. Años después se dieron cuenta de que habían despedido a San Pedro y fue de nuevo readmitido, y ahí está ahora, de operario, reuniendo en él varias de las más fuertes características de Cartagena, el espíritu castrense, el fabril y el cartagenerismo que impregna las procesiones. Todo un símbolo sobre el que reflexionar.

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