Construir las autonomías
Presidente del Partido Carlista
Las recientes elecciones generales han creado una mayoría gubernamental, de hecho, que puede asegurar:
Primero. Que habrá una estabilidad política del poder por sí solo.
Segundo. Que este poder, al ser más responsable, será más responsable, será más fuerte y también más criticable.
Tercero. Que la oposición también podrá salir de las ambigüedades.
Este poder tendrá que enfrentarse con dos grupos de problemas: los múltiples y concretos de todo gobierno y los problemas estructurales, que son básicamente tres. El régimen de partidos, partiendo del actual sistema de «centralismo democrático», para llegar a un pluralismo real, es una cuestión sin solución probable desde el poder actual. El sistema sindical que llegue a construir una unidad representativa, necesaria si se quiere construir un diálogo coherente con el mundo del trabajo, será factible si hay entendimiento entre la mayoría gobernante y la oposición. El tercer problema estructural es el de las nacionalidades, que es, quizá, lo que más preocupa hoy día a la opinión pública y que necesariamente se tendrá que resolver con urgencia, debido a su dinámica explosiva.
Si hay algo nuevo en las pasadas elecciones generales ha sido la confirmación de las tendencias autonómicas, sean conservadoras o radicalizadas de izquierda. Es un hecho que se ha producido a pesar de la lucha en contra de los partidos grandes y de la ley D´Hont, que tanto perjudica a los partidos-pequeños.
El rechazo del centralismo y la afirmación de la personalidad propia de las regiones o nacionalidades de un Estado no tiene que inquietar. Es la evolución lógica de todos los Estados centralistas y, sobre todo, de aquellos que han empleado la fuerza como método de unión.
Si el Estado intenta seguir reprimiendo el sentimiento colectivo, nos esperan muchos años de problemas insolubles, porque los fenómenos colectivos y sentimentales son, por naturaleza, «humanos ». El sentimiento colectivo tiene esta peculiaridad del sentido humano, que es de otro orden que el de la pura ratio. Con esto no quiero decir que no tenga base ni tratamiento racional, sino todo lo contrario.
El primer paso frente a todo fenómeno político es aceptar el hecho y ver sus aspectos positivos.
Descentralizar el poder, acercar éste al pueblo, descongestionar la Administración central, construir aparatos de control democráticos a distintos niveles del país, pueblo o nacionalidad; a niveles provinciales, comarcales o municipales, es en sí muy deseable. Descargar al poder de infinidad de tareas, repartir la soberanía a varios niveles donde se ejerza luego el poder, implicando gran número de personas en la responsabilidad. Todo lo anterior es positivo. Pero positivo es también que el poder en la cumbre pueda funcionar mejor, que la unidad pueda realizarse sin antagonismos. La unidad aparece entonces como la expresión de solidaridad entre los pueblos. Esto puede ser verdad en los Estados federales, podrá ser verdad mañana en España, si sabemos tratar inteligentemente el problema. Pero ¿podremos hacerlo?
Lo deseable y lo factible son cosas distintas. No dudo que el poder tenga capacidad de construir este Estado regional, al límite federal, que necesitamos cara al futuro. Hacer progresar este simple desarrollo de las normas constitucionales parece más difícil por tres motivos: conceptuales, fácticos y políticos.
El motivo conceptual es la falta de fe de muchos de nuestros dirigentes en la capacidad de funcionamiento de un sistema de esas características.
El motivo fáctico es que los centralismos destruyen la capacidad de responsabilizarse a otro nivel que no sea el estatal, y es difícil renacer esta capacidad simplemente por medidas administrativas. Nadie se siente responsable «por decreto».
El tercer motivo, es político. Amplios sectores del poder y de la oposición son aún de mentalidad centralista. Esta actitud es, además, reforzada por las posturas radicales tomadas por algunos movimientos de tipo separatista, que producen una reacción centralista en sectores que, de lo contrario, evolucionarían hacia el regionalismo.
Es, además, una tarea de largo alcance y no necesariamente rentable para un poder que, a lo más, puede contar con un plazo legislativo.
Tres actitudes puede tomar el poder. La primera, reprimir, y tendrá, antes de poco tiempo, tantos «Ulsters» en España como regiones hay con personalidad.
La segunda, ceder, y el poder se encontrará desbordado tanto por los radicalismos de un lado como abandonado por amplios sectores moderados, pero asustados.
La tercera, promover. Esto es lo más difícil y la única solución racional. Difícil, porque supone una reforma administrativa a fondo del municipio, de la comarca, de la provincia y de las mismas regiones o nacionalidades para capacitarlas de su responsabilidad administrativa, económica y política. Difícil, porque tendrá que luchar el mismo poder frente a los radicalismos y frente a una parte importante de su propia mayoría, sin contar con las tradiciones centralistas de gran parte de la oposición. Para poder promocionar unas autonomías que no sean de pura forma, sino que tengan vida, es decir, una apoyatura política interna, hace falta simultáneamente aceptar la libertad de opinión, es decir, aceptar todos los partidos regionalistas, incluso los partidos radicalizados, y superar las actitudes simplistas, tanto centralistas como separatistas.
En otras palabras, la evolución autonómica supone el respeto a todos, incluso a los radicalismos, pero superándolos en la capacidad de construir a partir de las nuevas regiones, pueblos o nacionalidades, lo que puede ser una de las bases muy importantes de un nuevo concepto estatal (para España, se entiende), un Estado federal.
«Prohibido el paso a las ideas», escribió un alto mando norteamericano en la puerta de su cuartel en Vietnam, con el resultado de todos conocido. No. Las ideas, las más aventuradas, tienen el pleno derecho a pasar y pasarán. Lo que no debe pasar es que se prohíban o se impongan las ideas por la violencia. La única manera para que la violencia no sea el sustituto de la razón es ser racional. El arte político no es solamente el arte de lo posible, sino «el arte de hacer racionalmente posible lo deseable».
Conclusión
La construcción de la sociedad democrática necesita de un proyecto de sociedad como la construcción de una ciudad necesita de un plan urbanístico. Necesita de una política a corto plazo para salvar lo presente en función de una visión a largo plazo para construir el futuro. En las tres reformas estructurales necesarias a largo plazo para construir la sociedad moderna -la reforma del sistema de partidos, la unidad de acción sindical y la construcción de las autonomías- son, indudablemente, la unidad sindical y la construcción de las autonomías las reformas más urgentes. Construir las autonomías desde el municipio hasta el Estado es construir uno de los tres pilares fundamentales del socialismo democrático de participación que proponemos como solución para la sociedad de mañana.
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