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Se hunde Madrid

Rosa Montero

Se cayó una casa en la calle Mayor. Cataplún allá fueron las vigas, los muros medianeros, las mamposterías y escayolas. Hace apenas diez días se hundió otro edificio en Cardenal Cisneros, y hoy ofrece a los peatones el bochorno y la impudicia de sus restos, habitaciones colgantes tajadas por el desplome, cuartos de baño retorcidos, un armario de tres lunas al desgaire allá a la altura del quinto. Es una desazonadora casita de muñecas para hijos de gigante.En realidad los hombres tenemos la casa que nos merecemos, es como un otro yo enladrillado. Y así, hay casas de plástico para mentes sintéticas, casas apelotonadas para espíritus confusos y casas que se caen con la misma inercia de los dueños. Será quizá por esto por lo que los hundimientos urbanos nos dejan así, azarados y más bien sobrecogidos, repentinamente conscientes del deslizamiento de nuestros inestables interiores, temiendo que en una de éstas fallen las baldosas y nos derrumbemos tontamente, dejando al aire los retretes, que, además, hay retretes y retretes, y algunos son francamente impresentables, a juzgar por el portal y la escalera del inmueble.

La casa de Mayor comenzó hundiéndose por dentro, planta a planta, intentando mantener su fachada de teatro, igualito que aquellas personas que pasean por el mundo un cuerpo que es puro pellejo, porque ya tienen un socavón en el cerebro y las pestañas enredadas con una polvareda de neuronas de mala calidad, neuronas de derribo.

Claro que estos desplomes no son de la noche a la mañana. Se advierten con tiempo en la grieta de la esquina, o en el estupor que a veces te acomete cuando calculas que en veinte años más seguirás repitiéndote lo mismo, rutina tras rutina cada año. O en el espasmo estomacal sufrido una de esas mañanas en las que, al afeitarte o espachurrarte una espinilla ante el espejo, comprendes que has alcanzado los cuarenta y que en cambio no guardas de tu vida ni siquiera cuarenta recuerdos rescatables. Entonces se sospecha la fisura y uno se apresura al apuntalaje, es el momento de meterse en un partido o salirse de él, de romper con un amante o de buscárselo, de hacer un viaje mundicoloreado o comprarse un coche más potente, y nos creemos que con estas chapuzas se remedia el roto, cuando de todos es sabido que no hay más que apuntalar un muro para que éste se desplome, el insensato, o sea, que cuando el derrumbe acomete suele cogernos a todos con las impudicias al viento y desolados.

Se cayó, pues, la casa de Mayor, como tantas otras, y escogió para hacerlo un domingo, que es, precisamente, un día proclive a caídas interiores. Porque los domingos el ocio nos sorprende y aturulla, el domingo hay tiempo para constatar que odiamos a esos hijos tan pelmazos que durante la semana apenas vemos y a los que creemos adorar, y hay tiempo sobrado para no hablar con la familia, y tiempo incluso para admitir que no sabernos qué hacer con nuestro tiempo.

Corno la casa de Mayor, también hay muchos que se derrumban en domingo con gran despliegue de tibias y peronés por los suelos. En cambio otros, puntillosos, prefieren hacerlo en la festividad de su santo patrono predilecto, movidos por un afán de póstuma originalidad, y los hay también humildes que se escurren calladamente cualquier viernes. Mientras tanto, los restantes, que aún resisten, observan desde enfrente, temerosos, con el oído atento al susurro de sus propios comentarios. Y es que, de seguir así, Madrid y yo terminaremos hechos ruinas.

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