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Los jardines de Francisco Peinado

Francisco Peinado, tal como recogen Ferres y Grosso en un reciente libro que se le dedica al pintor, ha podido decir: «Me fascina el mundo del microscopio, la anatomía claro que la geometría, los enlaces de la física atómica, la cristalografía, los reflejos ópticos, el mundo de los espejos, la astronomía. » Quien así habla no es ni un personaje de Lampedusa ni un sensato racionalista dieciochesco, menos aún el ordenado figurador renacentista, para el que la imagen se resuelve en el velado equilibrio de unas líneas.La pintura de Peinado emerge de la sobreabundancia, de lo revuelto y secreto, de una visión que está siempre al borde de lo nocturno, pero que participa de las intransigencias y del desasosiego de la vigilia. Pertenece a la estirpe de los artistas que pueden decir, con Lezama Lima, que «la sobreabundancia es un sacramento»; de quienes añadirían, incluso, que lo oscuro está regido por leyes propias que no recaban por sí la necesidad del esclarecimiento, de la luminosidad. Parafraseando al poeta cubano, cuando el pintor se siente claro, dibuja, o pinta al óleo cuando su sensibilidad se sorprende ante un magma de posibilidades aún no concretadas. Son la prosa o el verso del pintor, de un artista que ha sido definido dentro del surrealismo o del cultivo de lo real maravilloso.

Estamos, por de pronto, ante un pintor que pareciera entregarse con deliberación no casual a la aspereza y el deshalago para con el espectador. No hay en sus cuadros ni concesiones cromáticas ni disposición grácil o amable de las manchas. La gama monocorde de los colores que utiliza pasa del predominio de los ocres, oscuros y pulidos al negro cerrado o el blanco hueso. Estos colores, a los que puede agregarse ocasionalmente un verde sombrío, se encarnan en figuras de un realista trastocado y terrible. Encerradas en un espacio «repleto», se disgregan en lo que parece la transparencia casi líquida de sus órganos, entrecruzados de segmentos o planos aparentemente desordenados, o se perfilan sobre un fondo de soledad como sólida masas protuberantes.

Es la de Peinado una pintura intimista; de interior, sin embargo, invadido por zumos visionarios que geometrizan un casual halo de llamas, como puntas de pedernal blanco, o añaden a una cabeza unas antenas filiformes con la blandura de los cuernos de un caracol. Lo más personal del pinto son, en efecto, esos «jardines fisiológicos» de contenida violencia, donde se percibe como el trasluz de una anatomía.

Nada, pues, de choque deliberado, y superficialmente fácil, entre objetos y situaciones inusuales, entre seres irreales y contornos espacios posibles. No es primordial en el pintor esa actitud que atiende a lo que se ha dado en llamar lo real maravilloso. Lo perturbador y más válido de la pintura de este malagueño recriado en el Brasil está en que no tiene nada de fantasmática. El pintor es, digamos que por suerte, demasiado ingenuo como para quedar atrapado en redes «literarias». Hay algo en él de la clara ingenuidad onírica de un Odilon Redon, o, para decirlo más claro, de un presurrealista, como puede comprobarse especialmente en algunas de sus técnicas mixtas.

Así, no está su máximo secreto en el añadido de una cabeza de minotauro o un busto «de retrato» (solapas y pechera blanca) que converge en el redondo hueco negro de donde debería nacer la cabeza suplantada. La minuciosidad y la intensa perfección de las líneas nos retrotraen, sin embargo, a un viejo tema surrealista: seccionamiento de órganos físicos, suplantación, metamorfosis.

En Peinado no se da tan sólo la sustitución monstruosa, sino la conversión de lo diario en monstruoso e inquietante. Puede el pintor sentir la necesidad de convertir a una figura humana, encarnación del deseo, en un enhiesto perro de lengua bífida, con intercambio de las naturalezas humana y animal. Pero será también capaz de pintar únicamente una grande y redonda lámpara blanca que cuelga de un ángulo del techo de una habitación. Nada más cercanamente real, traspasado, sin embargo, por una atmósfera desusada. Por el simple hecho de traer a tan primer plano un objeto carente de cualquier prestigio, de recorrerlo trazo a trazo para dejarlo suspendido contr las líneas angulares del fondo, el artista ha logrado trasvasar al cua dro la extrañeza esencial que lo objetos pueden emanar cuando son contemplados en profundidad

Será también capaz, y con grados de complejidad diversa, de extraer, del choque de su imagina ción con la realidad, un raro mundo autónomo, inventado. Son su anatomías, sus "cruces en el cielo" (título de uno de sus cuadros) o el espléndido pelícano amarillo que puede contemplarse entre las técnicas mixtas de su última exposición.

Y en la cabeza de sus seres peinado dibujará, con amorosa precisión, grandes ojos redondos u ovalados, convertido el órgano de la visión en centro obligado de la absorción de la otra realidad, galaxias de una astronomía que convive con nosotros al otro lado de la pared.

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