¿Subastar qué?
La decadencia de las subastas de arte ha sido tan estrepitosa en estos tres últimos años como lo fue su irresistible ascensión allá por 1970. La crisis económica les asestó un rudo golpe y andan ahora en muy baja forma, purgando quizá también los errores de estructura y promoción que cometieron cuando las vacas no eran tan flacas. Nada tiene de insólito que un mercado como el del arte, cuyas mercancías son, por su propia identidad, ociosas, fuera especialmente sensible a aquella crisis general, según queda de sobra comprobado, pero si por este lado la crisis particular de las subastas no es imputable a quienes las organizaban y organizan -cada vez con mayores dificultades, desde luego-, por otro lado hemos de señalar que el mercado de arte, por subastas, galerías o correspondencia -que tanto da en este caso-, no tuvo aquí en España casi nunca mayor cobertura financiera y capacidad de gestión comercial que un puesto de lotería, y esto es algo que sí les puede ser imputado a quienes durante aquellos años de prosperidad casi febril tuvieron en sus manos la posibilidad de consolidar el mercado artístico, dotándolo de la estructura financiera y comercial imprescindible.Por lo que toca al negocio de las subastas, sin embargo, es preciso reconocer que existen determinaciones específicas para su crisis actual, aunque en realidad también existieron en el pasado. Nos referimos concretamente a las dificultades de las salas de subastas para encontrar qué subastar. Se trata de un fenómeno que afecta al mercado anticuario en general, incluyendo el de la bibliografía: no hay apenas piezas en venta y las que lo están son con excesiva frecuencia de muy poco valor. Ya sea porque nuestro patrimonio artístico ha sido constantemente saqueado o esquilmado desde 1800 hasta ahora mismo, ya sea porque no hubo nunca en España mucho dinero para gastar en obras de arte, ni siquiera en artes suntuarias, como tapices, muebles, porcelanas, o plata, el caso es que nuestro mercado de antigüedades parece condenado, todavía quizá por mucho tiempo, a una existencia precaria.
Subasta especial de Reyes
Sala Durán. Serrano, 12.
Hasta 1800, la corte y la aristocracia en mucho menor grado, no sólo con respecto a aquélla, sino también con respecto a sus homónimas francesa o inglesa, fomentaron el coleccionismo artístico o simplemente curioso, pero a partir de la citada fecha su capacidad y voluntad de invertir en obras de arte y objetos raros o curiosos decrecieron de un modo alarmante, sin que tomase el relevo la gran burguesía, como ocurrió en otros países. Ya en 1835, desde las páginas de El Artista se quejaba el liberal José Negrete, conde de Campo Alange, del desinterés de la aristocracia española por las bellas artes, incluido su propio patrimonio, y replicaba así a quienes objetaban la falta de dineros: «Pues nosotros vemos dar en los tiroleses muchas onzas por baratijas de china o cuadros de reloj con un paisaje, como dicen los franceses, de pacotilla, es decir, superlativamente malo... Lo que nos falta, acaso más que otra cosa, es gusto. »
A lo largo del siglo XIX, y mientras que en Francia, Inglaterra o incluso EEUU, se formaban grandes y numerosas colecciones, arramblando -eso sí- con lo propio y con lo ajeno, como expresión de su poder económico y su hegemonía colonial, en España se pueden contar con los dedos los casos de coleccionismo a gran escala, con el agravante de que algunas de las iniciativas más ambiciosas, como la colección de pintura del marqués de Salamanca o las bibliotecas de Salvá y Heredia, acabarían rematadas en las subastas de París y Londres. Por muy distintas razones la fiebre coleccionista que se extendió entre la burguesía europea y americana no llegaría, pues, a prender en España, y esto explica a su vez la depauperación del mercado artístico, del mercado anticuario en concreto: todo un círculo vicioso del que las subastas son tan sólo el punto más visible, por causa de la publicidad alcanzada en esta década de los setenta.
El fenómeno de las subastas fue, y lo sigue siendo todavía, típicamente madrileño, pero el número de salas ha sufrido una considerable merma; de hecho, sólo la Sala Durán, que fue la pionera en este campo, mantiene convocatorias regulares y un tono decoroso, habiendo quedado las de Berkovits y El Anticuario muy reducidas en calidad y frecuencia. Una nueva sala, Carrera, sólo ha celebrado hasta ahora una subasta e ignoramos cuáles son sus planes, como ignoramos también los de un consorcio de anticuarios de Barcelona que parecían decididos a montar allí dos o tres subastas al año.
Tradicionalmente, la Sala Durán celebra en estas fechas sus más importantes subastas. Este año han sido dos: la Extraordinaria de Navidad (número 11l), desarrollada en dos sesiones -20 y 21 de diciembre-, y la Extraordinaria de Reyes (número 112), que tuvo lugar ayer mismo. Desde luego, ni una ni otra han alcanzado el volumen y calidad de las celebradas en años anteriores, demostrando así, de un modo explícito, que la crisis se agudiza y se está a punto de tocar fondo. La de Reyes, en particular, no tiene nada, absolutamente nada, de extraordinaria, hasta el punto de parecer incluso una de las que ordinariamente celebraba Durán en 1975 ó 1976, sin ir más lejos.
La de Navidad constaba de 450 lotes, 148 de los cuales eran pinturas y el resto objetos de todo tipo: marfiles, piedras duras, bronces, porcelanas, plata, muebles, relojes, alfombras, etcétera. Aunque de entrada no lo parezca, en las subastas madrileñas sigue predominando la pintura; pintura de procedencia y valor muy dispares, pues es aquí, precisamente, donde la crisis de las subastas alcanza su límite extremo. Lo curioso es que los compradores de pinturas y dibujos -éstos más raros, sabe Dios por qué oscuras razones- no son coleccionistas, en su acepción fuerte y necesaria de atesoradores maniáticos de objetos, sino personas que buscan algún cuadro para colgar en el salón de su casa y al fin se conforman con dos o tres, o los que crean más adecuados.
No es sin duda nada fácil, por su coste comparativamente mayor; convertirse en coleccionista de pintura, pero tampoco parece fácil que tal y como están las cosas vayan a salir de Durán los necesarios para animar sus subastas. En la de Navidad, por ejemplo, había algunas piezas muy estimables y casi ninguna excepcional: un tríptico del maestro de Hoogstraaten, que salía en 300.000 pesetas y se remató en 4.500.000; un bonito retrato de Cuyp, rematado en 825.000 pesetas; dos bodegones de Bartolomé Pérez, en 1.250.000 pesetas; un pequeño,Sorolla de 1901 que sobrepasó en 100.000 pesetas los cinco millones y medio de salida; un retrato de Felipe II del taller de Rubens, rematado en, 1.150.000 pesetas; un Jordaens catalogado, que alcanzó la cifra de 1.800.000 pesetas... Una escena de caza de Paul de Vos sólo alcanzaría 310.000 pesetas, remate muy modesto incluso para una obra que no es, seguramente, de lo mejor de su autor, y un Mattia Preti que salía en 200.000 pesetas fue retirado, así como un gigantesco Joaquín Mir, por el que nadie quiso pagar 6.500.000 pesetas de salida, con razón a mi entender, pues era una pieza singular pero ingrata.
Los precios de remate siguen desquiciados, según ha sido de rigor en las subastas de estos años. Hemos de señalar, sin embargo, una progresiva tendencia a rebajar las pujas por la pintura española de fines del siglo XIX y principios del XX, pese al extravagante remate del Sorolla y de un Martínez Cubells: 1.650.000 pesetas. En este mismo sentido, resulta muy significativa la clara depreciación de la pintura vasca de 1900 a 1930, provocada seguramente por la inseguridad económica de los grandes financieros e industriales vascos, su clientela habitual: fueron retirados un Iturrino y un Zubiaurre, un Regoyos se remató en el precio de salida y un Ricardo Baroja tan sólo sobrepasó el suyo en 25.000 pesetas.
En la subasta de Reyes el panorama resulta francamerite más aburrido; baste con decir que una de las pocas piezas sobresalientes es un Mir muy convencional. Destacaremos, además, un bodegón de Juan de Arellano, tina pequeña tabla del círculo de Rubens y, a título de curiosidad, un precioso Timoteo Pérez Rubio, que sale en 5.000 pesetas. Esta crónica entra en máquinas pocas horas antes de que dé comienzo la segunda subasta «extraordinaria», por lo cual no podemos informarles de los precios definitivos, pero todo hace suponer que pasará sin pena ni gloria.
Como conclusión querríamos hacer algunas consideraciones sobre el capítulo más abultado de ambas subastas: las artes industriales. Es aquí, por otra parte, donde se ha ido concentrando la atención del público a medida que, la crisis económica frenaba la cotización de la pintura y la crisis del mercado anticuario hacía disminuir su número y calidad. Con todo, la de muebles y objetos no ha aumentado por ello, ni tampoco su variedad. La plata se lleva la parte del león, aunque parece haber amainado ya la avalancha de piezas portuguesas que nos trajo la revolución de abril. En las mismas maletas llegó también la porcelana de la Compañía de Indias, una de las «vedettes» del coleccionisrno europeo, pero ahora vuelve de nuevo a escasear. Por lo demás: los muebles ingleses de siempre, las inevitables alfombras persas de manufactura reciente, los bronces franceses fundidos en serie durante el siglo XIX y un gran contingente de quincallería oriental en marfil, cuarzo, jade y coral, como la que deben vender a barullo en las free-shopos de los aeropuertos de Bangkok, Hong-Kong o Tokio, y cuyo sostenido éxito viene a confirmar aquel juicio del conde de Campo Alange que recogíamos más arriba. Las salas de subastas deberían tratar este capítulo con mayor rigor; y no sólo porque en estos momentos sea objeto de la atención de su público, sino tarnbién porque necesitan fomentar el coleccionismo para sobrevivir, y mientras no se demuestre lo contrario, los coleccionistas de cajas de rapé o miniaturas persas son más numerosos y pertinaces que los de cuadros de Goya. Aparte de que así podrán llegar algún día a nuestros museos todos esos objetos suntuariós y curiosos de que hoy andan tan escasos.
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