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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Rey y la Constitución

LA POLÉMICA iniciada en torno al juramento real de la Constitución lleva el estigma de todas las discusiones mal planteadas: concitar pasiones en defensa de posiciones artificialmente contrapuestas y despilfarrar razones en debates bizantinos e innecesarios. La célebre y prolongada disputatio sobre el número de ángeles que caben en la cabeza de un alfiler o sobre el sexo de tales criaturas se halla, posiblemente, en el origen de ese gusto por la argumentación exhaustiva y minuciosa acerca de cuestiones alejadas de la realidad e instaladas en la fantasía. Días antes del referéndum, un pintoresco catedrático de Derecho Natural, de cuya capacidad intelectual y docente pueden dar abundantes testimonios los alumnos que lo han padecido en Valladolid y en Madrid, «demostraba» en las páginas de un colega vespertino la nulidad de las actuaciones constituyentes de las Cortes en virtud de argumentos jurídicos a la vez peregrinos y surrealistas. Y días después, los acólitos y monaguillos de aquellos suntuosos plebiscitos amañados que solía convocar Franco para dar una apariencia de legitimidad democrática a su régimen autocrático han echado sus instancias en el buzón para invalidar los resultados del 6 de diciembre basándose en que algunos periódicos -entre ellos EL PAÍS- se habían pronunciado a favor del la víspera de celebrarlo.La cuestión ahora planteada es si resulta aplicable, en la coyuntura histórica concreta en que vivimos, el artículo 61 de la Constitución, que establece que «el Rey, al ser proclamado ante las Cortes Generales, prestará juramento de desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes, y respetar los derechos de los ciudadanos y de las comunidades autónomas». Profesores de Derecho, técnicos constitucionalistas, observadores y analistas políticos, dirigentes de partidos y comentaristas de la vida pública se aprestan a participar en una polémica que corre el riesgo de convertirse en el parapeto tras el que se oculten cómodamente los problemas más graves e inmediatos a los que Gobierno y Oposición deberían dar una respuesta urgente antes de las próximas Navidades.

No estamos en contra de esa discusión, pero sí de su manipulación política. Sería un despropósito que una polémica tecnico-jurídica sobre la interpretación por los expertos de una norma constitucional fuera transformada en un arsenal de armas arrojadizas para una batalla política. Todo el mundo sabe que la Constitución española de 1978 no hubiera sido posible sin el apoyo explícito y el respaldo incondicional del Rey. Se podría decir, así, que Juan Carlos I tiene el derecho de considerar la Norma Fundamental como la piedra angular de su legitimidad, mientras que su deber de prestarle juramento es una reduplicación innecesaria, dado que todos sus actos y comportamientos desde el 21 de noviembre de 1975 han tenido como meta la aprobación de la Constitución refrendada el 6 de diciembre, y que él ya fue proclamado Rey en su día. La peculiaridad del proceso político desde la legalidad franquista a la instauración democrática complica sin duda formalmente la situación. Pero por ello insistimos en la irrelevancia de la polémica en tanto en cuanto esta no quiera poner en duda lo que es indudable: que el único futuro de la Monarquía es el democrático, y que así lo ha entendido el propio Rey convirtiéndose en auténtico motor del cambio político.

Desde el punto de vista de la consolidación democrática, el juramento público y solemne de la Constitución precisamente por aquellos que la han elaborado o hecho posible no parece en absoluto necesario. Claro que una sesión en la que el Jefe del Estado, los diputados y los senadores ratificaran formalmente, de algún modo, su identificación, ya demostrada, con la Constitución, podría servir de ejemplo para el resto del país y de precedente de obligado cumplimiento para el resto de los servidores del Estado. Si tal decisión se adoptara, la forma de ese acatamiento solemne a la Constitución no tendría por qué ser inevitablemente la jura ola promesa, si jurídicamente existen interpretaciones que dificultan dar esa envoltura al contenido histórico y político del acto. Pero tampoco el juramento debe ser descartado por inexisententes o inexplicadas razones de conveniencia política.

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En cualquier caso, creemos que merece la pena señalar que el acatamiento y firma de la Constitución por el Rey no es la invitación hecha a un extraño para que acepte un texto que le viene impuesto desde fuera, sino la ratificación formal, simbólica y solemne de esa Norma Fundamental por uno de sus grandes protagonistas.

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