Gregory Corso: de la iracundia a la poesía
Es probable que una de las razones esenciales de la atracción que la generación beat ejerció en todo el mundo se haya debido a que sus más conspicuos representantes se hicieron conocer hacia fines de la década del cincuenta. Aquella había sido la década de Estados Unidos. Viviendo aún de las rentas morales que le confería la victoria sobre el nazismo, sometido el mundo por el pavor que imponía la bomba, descansando sobre la certeza de ser el gendarme de los estallidos revolucionarios, el mito americano, el del bienestar, la técnica y el dudoso liberalismo, mandaba en Occidente con el aura de armonía de la pelotita de golf de Eisenhower. Claro está que hacia el final de la década el mundo empezó a cansarse. No eran sólo las atrocidades de los marines aplastando democracias; dentro de la misma Norteamérica no todo era grandeza, virtud, libertad. El país que había perseguido y encarcelado a muchos de sus mejores intelectuales era el mismo que segregaba a los negros, marginaba a otras minorías y deparaba al 80% de su población un american way of life reducido a la búsqueda del éxito material durante el día y la borrachera solitaria o la violencia neurótica por la noche.Los beats fueron los primeros en asumir la vergüenza de una nación que vendía su propio espejismo. Para un mundo harto de esa falsa imagen, ellos significaron el alivio del vómito: su alarido era el de quien se percata de una enfermedad y no tiene reparos en ofrecer el espectáculo de las llagas. Para su posterior desconsuelo, sin embargo, creyeron que estaban operando una revolución profunda. De modo que el golpe que significó su conversión en contramito fue mal asimilado. Jack Kerouak murió cirrótico, junto a su madre; Allen Ginsberg optó por la ecología y la notoriedad entre minorías universitarias; Ferlinghetti se recluyó en su librería de San Francisco. Y lo que quedó del movimiento además de la rebeldía contagiada a las juventudes de los sesenta, son algunas grandes obras y la decisión de dos o tres de sus integrantes de sumergirse en el oficio solitario de la literatura.
El feliz cumplaños de la muerte
Gregory Corso. Alberto Corazón Editor. Madrid, 1978.
El feliz cumpleaños de la muerte es, partiendo de estas bases, un libro ejemplar, una de las obras claves que produjo el movimiento, junto a Aullido, de Ginsberg, o En el camino, de Kerouak. Gregory Corso (Nueva York, 1930) vivió una adolescencia de huérfano gamberro y empezó a escribir sus primeros poemas en la prisión de Dannemora, en donde pasó dos años acusado de robo. Quizá haya sido también allí donde leyó por primera vez a Shelley, Blake o Rimbaud; el hecho es que al recuperar su libertad intuyó a quién debía unirse. A los diecinueve años conoció a Allen Ginsberg, quien le explicó que era inicuo angustiarse por no saber exactamente qué quería o, más bien, por quererlo todo. A partir de entonces Corso se convirtió en uno de los impulsores del movimiento beat, alternando las estadías en Nueva York o San Francisco con largos viajes por su país y por Europa. Entre tanto había publicado dos libros de poemas, The vestal lady on brattle y Gasoline, cuyo contenido iba desde las rimas descriptivas escritas bajo el influjo de Shelley, hasta un lenguaje desmañado, oscuro, calculadamente provocador. Los libros no tuvieron una recepción crítica digna de memoria, pero a Corso le sirvieron para echar los cimientos de su poética. Que se fue convirtiendo en la poética del caos y la desolación, a mitad de camino entre la ironía sangrienta -esa pasión de los beats por mostrarse como la aristocrática escoria clarividente de un país inmunizado- y la crítica social sin blanco muy preciso. El feliz cumpleaños..., su tercer libro, es el de un Corso ya consciente de la relativa capacidad destructora de sus poemas, que asume su papel de «chico malo» del movimiento y se vale cada vez más de versos largos y libres, en la tradición de Whitman, para expresar sus temas recurrentes: la necesidad del desenfreno, la obligación de encontrar una contrapartida a la dictadura del orden («Dejemos que un alegre caos arrolle, pase patas arriba, / herederos de sillas zómbicas y árboles del ahorcado. / Que tengamos una magia que nos permita ser libres para marchar al modo de Chagall»), el reconocimiento de que, por detrás de toda intensidad, la muerte obstina su presencia. Es curioso ver a Corso balanceándose entre el ritmo del desencanto («No hay nada, / nunca fue nada, / nada es una casa que nunca fue comprada») y la energía que lo pinta, al fin y al cabo, como un dilecto hijo de la Norteamérica vitalista: «Atrueno una carrera de amor para mí mismo. / Soy poderosa humanidad en busca de compasión. / Mi poder anhela amor. ¡Cuidado con mi poder!» Quizá estos vaivenes se deban, como apunta Bruce Cook, a que Corso nunca fue un hombre de decisiones (él mismo había escrito: «El tiempo me lleva de la mano / ... / ¿qué elegir?, ¿qué elegir?»). Aunque más bien parecen inherentes a ese mesianismo que los beats padecieron y que convirtió su camino de vuelta en algo más doloroso de lo común.
Pero sucede que los mejores poemas de El cumpleaños feliz... son justamente aquellos que se apartan de esa influencia para su mergirse en el humor. Sus verda deros aportes, así, son poemas co mo Pelo, Bomba y, sobre todo, Matrimonio. Este último justifica, por sí solo, el interés por la figura de. Corso: «¿Debería casarme? ¿Debería ser bueno? / ¿Asombrar a la muchacha de al lado con mi traje de terciopelo y mi capucha de fausto?» Y más adelante: «¡Pero tiene que haber alguien! / Porque ¿qué importa qué yo tenga sesenta años y no esté casado?, / sólo en un cuarto amueblado con manchas de meada en mi ropa interior / ¡y to dos los demás casados!, ¡todo el universo casado excepto yo! » Matrimonio es una extensa, amarga ironía sobre los sueños que fabrica la soledad, sobre el pasaje del tiempo y el sentimiento de marginación frente a las instituciones so ciales. Un extraordinario poema coloquial que queda allí como símbolo del hálito de frescura que los beats insuflaron a una poesía americana.
Babelia
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