Gerardo Delgado
Una cierta maldición parecía pesar en Madrid sobre la obra de Gerardo Delgado. Salvo en una circunstancia ya lejana (Daniel 1971), el pintor siempre se dio a conocer en contextos polémicos y que marcaban. Sonó unas veces como «nueva generación», otras como «formas computables», otras como «pintura sevillana»,. otras como «pintura-pintura». Igual que los novísimos, para encontrar su voz individual de poeta tuvieron que demarcarse de la etiqueta a que debieron el lanzamiento, para cualquier pintor es fundamental el arribar a su propio sitio. En este trance se encuentra Gerardo Delgado, que con su muestra actual dejará de ser, a los ojos del público madrileño, una pieza en listas más o menos de tendencia o circunstancia.La búsqueda solitaria que caracteriza a los auténticos creadores, nada más tentador, cuando es ejemplar, que hacerla objeto de un discurso histórico y ejemplarizante. Igual que en el caso de Teixidor, sería fácil tomar la evolución de Gerardo Delgado como evolución prototípica, en la que los sucesivos escollos evitados y las sucesivas disyuntivas resueltas con fortuna se irían sucediendo casi mecánicamente. Apresado en esa red, el pintor seguiría siendo pieza de un engranaje: «contra la corriente», en vez de dentro de la norma, el referente seguirían siendo «los demás».
Gerardo Delgado
Galería Kreisler Dos. Hermosilla, 8
Es fundamental, en cambio, para acceder a la pintura actual de Gerardo Delgado, sentirse atraído por su propia ausencia de proyecto, por su propia y manifiesta negativa a encarnar ninguna esperanza, por su propio ir resolviendo las cosas sobre la marcha. No se niega ni afirma el espacio plástico tradicional, no se cantan ni denostan las hazañas all over de los modernos. Se trata, como diría Enrique Quejido, de seguir pintando, aun sin ilusión en la pintura. Estamos claramente después, y lo importante no va a ser la aparente contradicción de que nos gusten a la vez Bonnard y Brice Marden, de que nos interesen a la vez Panofshy y Pleynet, sino la solución práctica, en que ya no se trata de resolver teóricamente el porvenir de un hacer, sino de que lo sabido, lo gustado, lo recordado, sirvan para seguir pintando.
En los cuadros ahora expuestos, lo sorprendente es, precisamente, lo bien que funcionan como cuadros. El uno puede estar construido sobre un esquema más o menos habitual en la pintura moderna. El otro, por el contrario, está mandando al garete las convenciones instauradas por los grandes maestros americanos. Aquí, composición y descomposición juegan en equilibrio. Allá reina un incómodo desequilibrio. Solemnes superficies de oro viejo se contraponen a calculadas manchas verde ácido o a gustosos gestos color de fresa. En una esquina, una tela de saco impregnada de color se articula con el dibujo que determina la yuxtaposición de paneles. En la esquina contraria, un azul inmaculado convive con otro tratado en un estilo casi de action painting, pero no desprovisto de sugerencias ilusionistas.
No se crea nadie que Gerardo Delgado está manipulando lo que sabe y lo que siente con ese distanciamiento acusado que, hace unas semanas, no acabábamos de ver claro en la pintura de un Mondino. Si describir un cuadro suyo tiene algo de contar una batalla, contemplarlo es una experiencia en que «el cuerpo» interviene tanto como «la cabeza». El propio pintor tal vez hubiera preferido una exposicion menos fina o más bestia. Descuide él, que no nos sentimos ante ninguna pintura elegante de decorador, sino más allá de las historias ejemplares, ante lo que Pierre Schneider llamaría «un espacio que compartir».
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