Desmemoria americana
LA POLÉMICA desatada, el pasado mes de agosto, ante el anuncio del viaje del Rey a Buenos Aires dio lugar a una explicación gubernamental que, si bien no era abrumadoramente convincente, tenía a su favor argumentos de peso. La visita de Juan Carlos I no podía reducirse, en esta perspectiva, a los vaivenes coyunturales de los regímenes y de los Gobiernos, sino que tenía que enmarcarse en el encuadre más general e intemporal de las relaciones entre dos naciones que hablan el mismo idioma, poseen raíces culturales comunes y constituyen una segunda patria para quienes, por motivos económicos o políticos, se ven obligados a abandonar su país de origen. De esta línea de pensamiento se deriva, como es evidente, la conclusión de que el Rey de la España democrática, parlamentaria y pluralista no realizará, con su visita, un gesto político de apoyo a una dictadura militar que, con independencia de las causas que la hicieron posible tras la etapa de caos, corrupción, vacío de poder y esperpento protagonizada por Isabel Perón y López-Rega, ha conculcado repetida y ferozmente el catálogo entero de los derechos humanos.Por desgracia, el Gobierno ha comenzado a desmontar desde dentro, con una irresponsabilidad asombrosa, la lógica de su propio razonamiento. Porque los instrumentos legales preparados durante el pasado verano por el Ministerio del Interior y el Ministerio de Asuntos Exteriores para hacer posible la expulsión del territorio español de los exiliados políticos procedentes del cono Sur empiezan a ser aplicados, con exquisito sentido del tacto, precisamente en las vísperas del viaje real.
Hemos señalado ya en varias ocasiones las razones por las que esa legislación discriminatoria y represiva constituye un grave quebranto de los deberes de la nación española respecto a sus hermanos latinoamericanos y un alevoso ataque a los principios del sistema democrático que estamos construyendo.
La deuda de España, abstracción hecha de los regímenes y de los Gobiernos, hacia el continente iberoamericano, que ha abierto tradicionalmente sus puertas con toda generosidad a nuestra emigración económica y a nuestros exilios políticos, no puede pagarse con retórica sino con una estricta aplicación de los principios de reciprocidad. Ni los problemas de empleo ni la cerrazón egoísta de ciertos gremios profesionales que ven en peligro sus privilegios por la competencia latinoamericana pueden esgrimirse, sin sonrojo, como argumentos para expulsar de nuestro territorio a quienes buscan trabajo y todavía no lo han encontrado. Como tampoco se tienen en pie las oscuras alegaciones filtradas desde el Ministerio del Interior y que convertirían a cada argentino o a cada uruguayo en recluta potencial de organizaciones terroristas o de bandas mafiosas. A nadie se le ocurrió, en su día, esgrimir, en Argentina o en México, tan vergonzosas acusaciones, musitadas ahora en voz baja por nuestras autoridades, contra los republicanos españoles que buscaron refugio en esas tierras después de su derrota en la guerra civil.
Esta lamentable muestra de ingratitud hacia nuestros hermanos latinoamericanos, de la que tendrían que abochornarse todos los españoles de bien, cualesquiera que sean sus opiniones políticas y sus credos ideológicos, significa, además, un serio atentado contra los valores y principios democráticos. Porque una gran parte del exilio procedente del cono Sur ha arribado a tierras españolas en el convencimiento de que nuestra naciente democracia, que tiene todavía abiertas las heridas de varias décadas de sistema autoritario y de violación de los derechos humanos, sería especialmente sensible para entender su caso. El aplazamiento hasta después del referéndum constitucional del Estatuto del Refugiado Político ha sido una de las tantas concesiones, innecesarias y vergonzantes, con las que la oposición parlamentaria ha contentado al Gobierno en aras del consenso. La argumentación de que la expulsión afectará primordialmente a los latinoamericanos indocumentados, esto es, a los súbditos de naciones sometidas a regímenes dictatoriales, a quienes sus respectivos consulados niegan el pasaporte por venganza partidista, no sería posible si las Cortes hubieran promulgado, a tiempo como era su deber, un estatuto provisional para los asilados políticos.
A estas razones de fondo, que harían en cualquier caso repudiable el trato dado a los exiliados procedentes del cono Sur, se sobrepone ahora la circunstancia en que las primeras medidas de expulsión han comenzado a aplicarse. La sugerencia de que esa política se halla de alguna forma conectada con acuerdos tácitos entre el Gobierno de Madrid y la dictadura argentina encuentra, con esta torpeza, su primera base seria de fundamentación, que esperamos fervientemente no sea realidad.
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