La discusión del Presupuesto
HACE UNOS días ofrecíamos en estas mismas páginas una impresión de urgencia de los rasgos más salientes que presentan contablemente los Presupuestos públicos para 1979. Hoy deseamos profundizar en algunos aspectos generales y muy importantes de los mismos de cara al Parlamento y de cara al país.Ante todo, hay que estar de acuerdo con el ministro de Hacienda en que los Presupuestos españoles son, en relación con el producto interior bruto (PIB), probablemente los más bajos de Europa. Por adoptar una medida convencional, el gasto público español (incluidas las inversiones públicas) representaba exactamente en el último año en que hay cifras comparadas disponibles (1976) un 26,2% del PIB, mientras que en ese mismo año países como Holanda, Francia, Italia, Gran Bretaña o Alemania Federal destinaban el 56,2; 43,7; 45,5; 46, y 44,4%, respectivamente, de sus PIB a este concepto. También es cierto que el déficit del sector público es incomparablemente menor que, por ejemplo, el italiano o el inglés.
Pero no conviene olvidar tampoco algunos rasgos característicos de la situación española. Así, el que desde 1970 a 1977 la participación del gasto público en el PIB se ha incrementado en nuestro país en ocho puntos; que ese mismo gasto público no sólo ha crecido más rápidamente que el producto nacional, sino que el coste de los servicios mediante él suministrados a la economía ha aumentado por término medio durante ese período un punto más que los precios en el resto de la economía. Por último, que si en 1975 las transferencias corrientes de las Administraciones públicas suponían el 6,57% del PIB -o sea, once puntos menos que nuestras, importaciones de bienes y servicios en ese año-en 1978, sólo tres años después serán ya del orden del 11.8% -sólo cinco puntos menos que el total de nuestras importaciones del resto del mundo-, del cual el 80% corresponde a prestaciones de la Seguridad Social. Esta dicho sea de paso, ha incrementado esas prestaciones desde los 130.000 millones de pesetas que suponían en 1970 a 686.000 millones en 1977 -quintuplicándose las económicas y cuadruplicándose las fármacéuticas-, financiadas, a su vez, por un incremento de las cotizaciones de 166.000 a 944.000 millones de pesetas.
En una palabra, nuestro sector público está pasando rápidamente de ser un sector residual, con escasa incidencia en la economía nacional y con poca capacidad para influir en la evolución de su coyuntura, a ser un sector cuyas decisiones afectan cada vez con mayor peso la marcha de nuestra economía. Esta ampliación se inscribe, con cierto retraso, en el mismo marco que las grandes sociedades europeas, en las cuales las decisiones del sector público inciden en la política de estabilización a corto plazo, así como en el crecimiento económico a medio y largo plazo.
Todo ello confiere excepcional importancia a la próxima discusión de los Presupuestos en el Congreso de los Diputados. Esa discusión debería huir, en primer lugar, de la trampa que la propia elaboración del Presupuesto lleva implícita y que consiste en inducir a discutir si el crecimiento de tal o cual partida presupuestaria debe ser del 13 o del 17%. Se trata, por el contrario, de cuestionarla aceptabilidad del Presupuesto como un todo -dicho de otra forma, de poner en duda el principio aceptado de que el dinero del contribuyente se está empleando de una manera más razonable de la que lo emplearía el propio contribuyente si quedara en su bolsillo.
Una encuesta realizada en España ha mostrado una preocupación de los contribuyentes por la forma en que se gasta su dinero por la Administración. Cabe afirmar que no es buena la imagen que el contribuyente tiene de cómo el Estado gasta los impuestos que se le pagan. En un encuesta efectuada en 1974 en España, el 63% de las familias consultadas opinaba que el gasto público no compensaba el coste de los impuestos. Esta opinión tiene un claro fundamento en los hechos y algunos ejemplos subrayarán lo que queremos decir.
Parece muy razonable dudar de la conveniencia social que justifica el mantenimiento de empresas o de sectores en crisis permanente y cuyos déficit, año tras año, son financiados con dinero de todos los españoles. ¿Qué planes de reestructuración se han llevado a cabo en esos sectores o empresas? ¿Qué comisiones legislativas han efectuado encuestas independientes sobre su actuación pasada o sobre su futuro inmediato?
En otro orden de cosas, se ha hablado mucho estas últimas semanas de la necesidad de que el sector público, a través de su inversión, actúe como generador de empleo.
Él principio parece intachable, pero su aplicación práctiea es menos clara.
Porque no basta ciertamente con afirmar que debe invertirse más de parte del sector público. Es preciso hacerlo y hacerlo con eficacia, y es aquí donde surgen algunas dudas de cara al papel decisivo que la inversión p ública debe jugar como elemento de defensa del empleo: ¿quién puede asegurar hoy que existen en el sector público proyectos de inversión suficientes y bien estudiados susceptibles de ponerse en práctica en el plazo de unas semanas?
La respuesta no sólo debe darse esgrimiendo los proyectos de inversión existentes, sino mostrando la capacidad de la Administración para llevarlos a cabo. Los retrasos con los que la Administración pública actual traduce sus proyectos de inversión en hechos acentúa la importancia de conocer las causas de las dilaciones que llevan hoy a que gran parte de los presupuestos de inversión del Éstado no hayan sido todavía gastados en ministeríos y por intérpretes políticos que piden más consignaciones presupuestarias para 1979. Si no han sido capaces de gastar los presupuestos de inversión de que disponen, ¿cómo es posible confiar en que gasten oportuna y eficazmente mayores cifras que demandan? Una reforma en los mecanismos del gasto público de inversión constituye una gran necesidad sobre la que debería volcarse la reflexión y las soluciones de las Cortes en la próxima discusión presupuestaria.
Queda como tercera interrogante la Seguridad Social. Pocos son los que a estas alturas dudan de que el nivel de gasto alcanzado en la actualidad por la Seguridad Social no es excesivo y que su sistema de financiación funciona en la práctica como un factor causal de primera importancia en los costes de un puesto de trabajo, originando consecuencias negativas sobre el sistema global de formación de precios y creación de empleo. Sería, pues, muy importante que los señores diputados no se limitasen a discutir sobre anécdotas e intentasen plantearse alternativas globales a la actual estructura de la Seguridad Social. ¿No sería conveniente, por ejemplo, estudiar las ventajas de dividir el gigantesco e ineficaz Ministerio de Sanidad y Seguridad Social, atribuyendo a otros departamentos algunas de las competencias a él conferidas en un inútil y artificiosio intento centralizador? ¿Por qué no pensar en el establecimiento de un sistema flexible de pensiones en el cual cada español trabajador pudiera elegir el tipo de pensión que desea recibir en su vejez y pagase de acuerdo con él, siempre que se asegurase a todos un nivel mínimo digno?
Algunos ejemplos más podríamos citar, pero todos señalarían en la misma dirección: la de la importancia política y la trascendencia económica que deberían cobrar los debates parlamentarios sobre la ley de Presupuestos. Se está ante una ocasión ejemplar para olvidar consideraciones partidistas y elevar el tono de las intervenciones a la categoría de un intento serio de definir, por bastantes años, los principios generales que han de cumplir en el futuro los Presupuestos públicos para contribuir al objetivo último de fomentar una sociedad más libre y más justa.
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