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Ruptura de la romanidad y diálogo entre culturas

Juan José Tamayo

Teólogo. Miembro de las Comunidades Cristianas de Base

Sin que apenas haya dado tiempo para reponerse de la impresión -en principio, favorable - que ha causado la elección del nuevo papa Wojtyla, quisiera avanzar unas líneas muy provisionales en torno a su figura y a los problemas con los que tiene que enfrentarse y que debe asumir.

De entrada, el modo de elección del Papa y la correlación de fuerzas de los cardenales electores y elegibles -que son los mismos- no dejan mucho lugar a la esperanza, ya que responden a unas estructuras autoritarias. Sin embargo, esta elección ha producido cierto alivio incluso en los, sectores más progresistas de nuestra Iglesia española.

La nacionalidad polaca del cardenal Wojtyla supone, a mi juicio, una ruptura -que debe ser confirmada en la práctica - con el largo proceso romanizador y curial que han seguido la cúspide eclesial y la Iglesia católica en general desde hace más de cuatro siglos. Parece como si la Iglesia hubiera vuelto a recuperar su universalidad perdida e hipotecada o, al menos, estuviera en camino de recuperarla.

La descentralización romana del, papado permite abrigar la esperanza de que el nuevo papa Juan Pablo II abra los caminos hacia las distintas Iglesias nacionales. Me parece que existe de antemano una mayor sensibilidad hacia la encarnación de la comunidad eclesial en el marco pluralista de los pueblos. Roma ha dejado en la Iglesia las marcas de su propia cultura, en otro tiempo floreciente y hoy decadente, en cuatro planos: el derecho, la teología, la liturgia y la disciplina. En este sentido todos percibimos el empobrecimiento a que iba derivando. Romper este cerco es tarea difícil, pero igualmente necesaria e inaplazable. Y se comenzará a romper cuando se reconozca y fomente de forma eficaz el pluralismo eclesial en los planos de la pastoral, de la liturgia, de la teología, de las expresiones de fe y de la presencia de los cristianos en la sociedad. Aquí tiene el papa Wojtyla un campo abierto y un terreno roturado con sólo abrir los ojos a la realidad y estar atento a las nuevas experiencias cristianas que surjan por doquier en el seno de las comunidades y movimientos cristianos populares.

El rico bagaje cultural que posee Wojtyla y su profunda preparación filosófica constituyen un saldo a favor del diálogo con las culturas plurales de nuestra sociedad. Los envases de la cultura occidental se encuentran muy desgastados e incluso rotos, de forma que hay que echar mano de otras corrientes capaces de dar a la Iglesia un talante más plural y moderno.

En este clima sigue siendo imperiosa la necesidad de levantar la voz -que todavía tiene fuerza en el universo- en defensa de los derechos de los oprimidos, uno de los cuales es la libertad religiosa, con denuncia concreta de quienes los pisotean sin ceder a razones de Estado o a pactos políticos, porque la fe ni negocia ni pacta. Por lo demás, la defensa de la libertad religiosa lleva consigo no sólo el reconocimiento del lugar cultural de las confesiones religiosas, sino su expresión liberadora crítico-pública en medio de la sociedad.

En torno a la relación entre cristianismo y marxismo, el filósofo alemán Ernst Bloch escribe acertadamente: «Si la emancipación de los afligidos y fatigados se ha entendido todavía en un sentido cristiano, si la profundidad del reino de la libertad en sentido marxista es y continúa siendo contenido verdaderamente substantivo de la conciencia revolucionaria, entonces la alianza entre religión y marxismo en las guerras de los campesinos no será la última, y además, tendrá éxito (Atheismus im christentums, Francfort, 1968, 353).

Esta sugerencia que brindo no responde sólo a razones tácticas, sino a la propia entraña de la Iglesia y al programa del Vaticano II, «con el que hay que ponerse en sintonía», como recordó el papa Wojtyla en su discurso programático.

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