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Sobre el ahorro y otras invenciones

Yo no sé nada de economía, como le pasa a casi todo el mundo, incluyendo innumerables economistas. Todo lo que sé, tomando por base mis personales usos y consumos, es que se me representa como una tremebunda deidad, abundante -su única abundancia- en trenos, suspicacias, amenazas, halagos oportunistas a la comunidad y, finalmente, en saqueos a diestra y siniestra, más a la segunda que a la primera, pues, como se sabe, la economía de tributación es siempre un aparato depredador manejado por una minoría de derechas contra la inmensa mayoría de la población que, como es pobre, no le queda otra salida que el ser de izquierdas. De esta pequeña historia de la economía vine a colegir que lo mejor que se puede hacer ante semejante arsenal es ofrecer el menor blanco posible.Para las pobres gentes de mi oficio esto es lo normal. Nuestros impalpables, sobresaltados y vaporosos ingresos nos permiten llevar, por lo menos hasta ahora, una existencia casi sin consistencia y deslizarnos por entre sus grandes palabras -producto nacional bruto, renta per capita, masa de maniobra, recesión, relanzamiento.., que los economistas con mando en plaza, pues los meros teóricos son inofensivos hasta nueva orden, blanden como clavas hercúleas sobre el indefenso terror de la población, a lo que habrá que agregar ahora los arabescos y laberintos de,las economías autónomas. ¡Dios nos asista! Pero nosotros como si nada. Querer convertir a los escr tores en sujetos aportantes al acá rreo fiscal será tarea tan ociosa como sacarles mínimos impon¡ bles al lucero del alba, al rosicler de las auroras, al aroma de lo nenúfares o al mito de las Ha madríadas. Toda comprobación será inútil si el investigado como presunto contribuyente a la reforma fiscal, que por muchas vueltas que se le dé nunca Ilegará a ruptura, si no se milita en el pingüe gremio de los proveedores de embelecos para la tele, de interminables novelorios de fregadero (en Cuba los llaman culebrones) para la radio; de «género» para la porno-literatura masturbatoria, de brujerías subdesarrolladas para la ciencia-ficción.... o si es que no se dedica, como ahora se estila, a elaborar «mernorias» para meterse con sus coetáneos, o autobiografías exculpatorias en las que la mala leche es siempre de «los otros»; o coproconfidencias, golpes bajos y «más eres tú», del basurero político, que es el maremagnum donde tantos lectores españoles escogen su cultura y engrosan los besisellers del camaleónico señor Lara. Menos mal que en el extranjero prefieren los de la señora Corín Tellado, honrada novelista a su modo. El modo de la señora Corín es el corazón, universal esperanto de lo cursi...

Volviendo al rigor del lenguaje económico: a mí me pone muy triste que el señor ministro ande perdiendo su tiempo queriendo sacarnos unos duros -¿de dónde?- a fuerza de molernos en sus computadoras, que es como querer cazar hormigas con lanzallamas, sabiendo que los de este oficio somos casta impecume desde tiempo inmemorial. Y, además, sin posibilidad de réplica. Si en una operación de dumping literario-desestabilizador volcásemos, de un saque, sobre el mercado 700.000 novelas, ensayos, comedias, a los que se podrían añadir dos o tres millones de sonetos, también inéditos e insepultos, los índices de producción y consumo no alterarían ni una sola de esas rayitas de los cuadros sinópticos con que nos ilustran los economistas en sus publicac.iones destinadas a la total incomprensión por parte del vecindario. Así que, désde mi modesta condición de bajo cero económico, me permitiría aconsejar al señor ministro que enfile su puntería -y esta vez con lanzallamas y bazookas- hacia las macrodianas de la gran pastizara, como diría el joven maestro Umbral, y nos deje seguir vegetando, a los de esta melancólica profesión, en el pobre, pero honrado, limbo de los no imponibles.

Volviendo al ahorro (que es a lo que íbamos si uno pudiera con su genio divagatorio y barroquizante, ya lo sé sin que me lo digan), y no como tema abstracto para lucimiento de economistas parados, sino como peripecia que le ocurre a muchos convecinos que caen en la ruinosa tentación de ahorrar. Desde que tengo uso de sinrazón (que empieza a nivel de los quince años, pues el de razón nos es connatural y bastante molesto), el significado inmediato del vocablo «economía» quiere decir «hacer economías», o sea, gastar menos de lo que se gana. Aquí ya empieza la sin razón. En todo orden natural se gana para gastar, y no para ahorrar. Imagínese usted qué ocurriría si el Sol se pusiese a ahorrar luz y energía durante un mes, o si los riñones o el hígado retuviesen un par de semanas sus innobles vertidos; o si el cerebro diese en tacañearnos la fluidez de las ideas (lo que sería normal, ya que el cerebro humano es de condición acumulativa, que apenas cede a nuestros requerimientos una tercera parte de lo que es capaz, y por ello es el órgano menos natural de la naturaleza); o si el mar retirase de la circulación alimentaria un diezmo de sardinas, jureles, japutas, pescadillas de pensión, etcétera, pues los salmones, rodaballos, meros y mariscos ya nos los ahorran los ricachos hereditarios, los altos mandos de la política o los manipuladores del gran dinero nacional y multinacional con sus epígonos y diádocos en función de gerentes estratégicos y de tácticos ejecutivos, expertos, en la seducción gastronómica -y de las otrascon sus comidas, cenas, meriendas y desayunos de trabajo... .

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La forma más directa e ingenua del ahorro, pronto imitada po r los grandes bancos, son las cajas de ahorro. Ya desde su nombre no engañan a nadie. Su negocio consiste en pagarle a usted un 3,5 %, en libretas a la vista, y si luego necesita usted ese mismo dinero se lo alquilarán al, 15 %. Si la cosa es a plazo fijo funciona, más o menos, la misma aritmética del embudo. Para estimular patrióticamente sus juiciosos ingresos, y en razón de que la mayor parte de los ahorristas de libreta escuálida son criadas, obreros, empleados de poca monta, pequeños rentistas y «viudas de vivos» emigrantes, viene un- ministro, para el caso el señor Barrera de Irimo, tan democristiano él, y deja,de su paso la exacción máscínica e injusta de que se tenga noticia: ese 15 % con que el Estado grava sus intereses. O sea, que en vez de cien pesetas le dan a usted 85, y tan campantes.

Cuando el ahorrista folklórico, empujado por las triquiñuelas de la publicidad, se siente tentado a ingresar en la timba bursátil y categorizarse pasando de ahorrista a inversor, coge sus cuartos, ya deteriorados día a día y sin arte ni parte, por la inflación, y los mete en acciones. Mal que malla libreta algo iba goteando en dinero contante y ya no sonante. Las acciones, en el mejor de los casos, son papeles que no gotean más que papeles mediante los tristemente famosos derechos de suscripción; o sea, la prioridad para comprar más papeles, que no generan más que otros papeles, y así hasta el interminable empapelamiento, con lo que el ahorrador y sus cuartos se van convirtiendo de sujetos en objetos de unas contabilidades misteriosas, entre las truhanerías de fondo y los galimatías indescifrables de los economistas. Partiendo de esta pulverización y engullimiento del dinero pobre, las cajas de ahorro, los bancos, los fondos de inversión y las compañías de capitalización, sin contar los puertos de arrebatacapas de las inmobiliarias, erigen, a peso de oro, ostentosas casas centrales e infinidad de sucursales y agencias que extienden sus tentáculos desde el centro de las ciudades hasta las más indefensas aldeas; y terminarán instalando en cada esquina una agencia-red para pescar el dinero del vecindario casi a domicilio. Todo ello, ayudado por el catapún-chin-chin de la publicidad a nivel. de los desodorantes y jabones en polvo, lo que hace treinta años se consideraba indecoroso de todo punto por los bancos serios. Y, claro, de vez en cuando algo de ello se derrumba e interviene la justicia, y con una especie de rubor colectivo andan en lenguas los mejores apellidos de reino. Pero nada de ello aumenta sensiblemente la población de cárceles y presidios; y si esto ocurre, no tardarán en ser rescatados y rehabilitados por la .manga ancha de las amnistías.

Como uno anda entre el pueblo y, en realidad, por origen y firíanzas uno es pueblo sin necesidad de ser demagogo, sabe muy bien que estas cosas son las que piensa y siente el pueblo miniahorrista, y que cada vez será más inoperante cualquier charanga publicitaria que lo convoque al ahorro y a la inversión patrióticos, si antes no se corrigen estos malos usos de la buena fe heredados, en buena parte, de la dictadura franquista.

Sólo me falta pedir perdón a los economistas por este intrusismo en su terreno, con razones tan desenfadadas e indocumentadas. Me consuela el suponer que no van a arruinar a nadie, contrariamente a lo que suele ocurrir con las elucubraciones, tan serias y científicas, de los economistas comprometidos.

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