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Ahora o nunca

Académico

La imponente olla podrida que es la Historia General y Natural de las Indias, de Fernández de Oviedo -mezcladas entre sí, hay en ella historia, cosmografía, geografía, antropología cultural, zoología y botánica- contiene un texto cuya lectura pondrá hoy punzante perpeljidad en el alma de cualquier español sensible. Habla el cronista de las disensiones entre los cristianos de La Isabela después del regreso de Cristóbal Colón a España, y las atribuye -aparte los motivos propios de la ocasión- a dos causas principales: «el aire de la tierra», que «despierta para novedades e discordias» a quienes en ella habitan, y «los ánimos de los españoles, que de su inclinación quieren antes la guerra que el ocio». He aquí cómo a los Ojos de Oviedo se manifiesta la eficacia de este segundo momento: «Aunque los que venían eran vasallos de los reyes de España, ¿quién concertará al vizcaíno con el catalán, que son de tan diferentes provincias y lenguas? ¿Cómo se avernán el andaluz con el valenciano, y el de Perpiñán con el cordobés, y el aragonés con el guipuzcoano, y el gallego con el castellano.... y el asturiano e montañés con el navarro? E así, desta manera, no todos los vasallos de la corona real de España son de conformes costumbres ni semejantes lenguajes. En especial, que en aquellos principios, si pasaba un hombre noble y de clara sangre, venían diez descomedidos y de otros linajes oscuros y bajos. E así, todos los tales se acabaron en sus rencillas.» (II, 13.)

Vale la pena examinar con atención la estructura de esta descripción y este juicio de Gonzalo Fernández de Oviedo. Sien do tan distintos los españoles por sus lenguas y costumbres, a todos los unifica jurídica e histórica mente la corona de España; por aquellas fechas, la de los Reyes Católicos. Más vigorosa, en la Península, donde la autoridad real está cerca, esa unificación se relaja en las Indias, donde cada uno puede vivir a su aire, y éste, el aire, es allí de suyo excitante e inquietador. En tal circunstancia opera la disparidad de las lenguas y costumbres de los hispanos, la instancia autonómica de los distintos grupos, diríamos hoy, y así surgen entre ellos las múltiples disensiones y rencillas que con tanta minucia regional describe Oviedo. La discordia entre las regiones españolas, ¿será, según esto, fatalidad inexorable? Si todos los peninsulares fuesen «descomedidos» y de «oscuros y bajos linajes», desde luego. Pero si sobre ellos prevalecen a «los hombres nobles y de clara sangre» -en este caso: aquellos en que se hace consciente y obligante la misión que todos juntos están cumpliendo, y, por, tanto, lo que les une-, el aparente fatum podrá romperse, y la concordia y la eficacia del grupo serán reales.

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Vengamos ahora a la desazonante situación de la España actual. Bajo una Corona abiertamente dispuesta a un amplio reconocimiento jurídico y efectivo de las diferencias regionales, el cuadro de nuestra convivencia se hace a veces desalentador. Vascos que pelean con castellanos y leoneses, que, a veces, les matan a mansalva, y potencialmente escindidos entre sí, según sean nacionalistas o socialistas. Valencianos a la greña con los catalanes y entre sí discordes por el modo de entender su valencianismo. Albaceteños que prefieren ser manchegos a ser murcianos. Murcianos a los que se atribuyen intenciones. imperialistas respecto de Orihuela y propósitos hegemónicos sobre Cartagena. Andaluces que se sienten oprimidos y expoliados por los poderes políticos y económicos al norte de Despeñaperros. Navarros vascos y navarros ribereños... Para la favorable resolución de este variopinto mosaico de tensiones, ¿podemos hoy recurrir a la fórmula de Gonzalo Fernández de Oviedo?

Con una decisiva mutación de ella, sí; porque sólo la prevalencia de los hombres magnánimos sobre los que no lo son permitirá resolver la diversidad en concordia y eficacia. Ahora bien: a diferencia del viejo cronista, hoy no podemos atribuir la magnanimidad a la nobleza del linaje y a la «clara sangre»; hoy sabemos muy bien que la magnanimidad -la générosité, como prefiere decir el Descartes de Les passions de L'ame- no tiene su fundamento propio á el linaje y la sangre, sino en la voluntad y en la inteligencia; en la buena voluntad y en la recta inteligencia, si se quiere mayor precisión. Magnánimo lo puede ser cualquier hombre; bastará que con su voluntad y su inteligencia, y sin que el aparato heroico sea imprescindible, sepa entregarse día tras día al cumplimiento de una empresa esforzada y noble.

A lo nuestro, pues, y en forma a la vez interrogativa y disyuntiva. ¿Hay entre nosotros castellanos, catalanes, vascos, gallegos, valencianos y andaluces -que el lector complete la enumeración- capaces de ser magnánimamente lo que por sí mismos son y de magnánimamente aceptar lo que son por sí mismos los restantes españoles? Esa compartida magnanimidad radical, ¿servirá para edificar de nueva planta la peculiar unidad de diversas lenguas y costumbres que llamamos España? Si es así, saldremos con bien del trance en que estamos. Pero si no es así, si prevalecen los hombres «descomedidos» y los ánimos «oscuros y bajos», entonces, para seguir con el lenguaje de Fernández de Oviedo, todos nos acabaremos en nuestras rencillas, y con nosotros se acabará también la posibilidad de una España eficaz en el mundo. De ahí el epígrafe de este artículo: ahora o nunca.

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