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Tribuna:
Tribuna
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La vieja memoria

Con este título ha estrenado Jaime Camino, hace pocas semanas, una película que la critica especializada ha enjuiciado ya, considerándola muy importante. Me aseguran que, pese a la favorable opinión de los expertos, los exhibidores andan perplejos La vieja memoria no obtiene el éxito de público esperado. La gente acude en escaso número, y aunque cada día sale del cine comentando favorablemente la película, las entradas siguen flojeando más de la cuenta.Es una lástima. Porque la película de Camino debe verse. Un montaje ágil e inteligente, un material muy bueno y unas entrevistas bien filmadas, le meten a uno en un puño durante las tres horas que dura la proyección. En ese espacio de tiempo se nos muestra el alzamiento, la guerra y lo que hasta ahora se llamaba la victoria y Camino llama, quizá con más propiedad, la derrota, pues no hay vencedores en una guerra civil, sino unos pocos beneficarios del botín y un resto, enorme, de víctimas. Lo malo es que algunas de estas víctimas demuestran ahora una desvergonzada impaciencia por convertirse en verdugos.

Gorgoritos contestatarios

El público está cansado de la política. Le han solicitado tantas veces para empresas alicortas, le han echado tanta bozafia encima que anda escamado desde que se ha dado cuenta de que el antifranquismo no es garantía de calidad, sino que esconde, muchas veces, una evidente mediocridad. Es bien cierto que contra Franco vivíamos mejor. El futuro de entonces, que es ahora el presente, era esperanzador en aquellos años que nos parecen ya muy lejanos. Leíamos entre líneas y escribíamos con veladas alusiones. Cualquier gorgorito contestatario era escuchado reverencialmente con la excitante sensación de un riesgo que, a última hora, tampoco era demasiado grande. La más leve protesta que nos permitíamos se convertía en un gran acto de coraje en lugar de ser, como era, un mínimo acto de dignidad. Salir en un escenario a pegar cuatro gritos era un éxito seguro si se empleaban las palabras «pau», «sang», «llibertat», «democracia», «opresió», «por» «amnistía». Ahora no. Ahora el público devuelve, doblados, los cuatro gritos y aún pudiera ser que fueran acompañados de algún tomate. Y así se han ido escurriendo por las alcantarillas casi todos los quinientos cantantes catalanes de protesta -¡quinientos, señor!- que salieron como setas en esos últimos años y tan sólo han quedado de pie aquellos que tenían calidad.

Público saturado

En el cine ocurre tres cuartos de lo mismo. El público está saturado, aburrido, receloso, desconfiado. Y cabreado. No sabe bien con quién, pero está cabreado. Le han defraudado el Parlamento, los partidos políticos, el Gobierno, la autonomía; y hasta el sufragio universal. Somos pasionales y podemos confundir con facilidad la libertad con el desorden, la democracia con la vulgaridad; sin darnos cuenta convertimos los derechos humanos en ordinariez y somos capaces -son capaces- de falsear unas realidades históricas, geográficas, culturales y lingüísticas con la creación de esas ridículas y peligrosas autonomías artificiales que van saliendo cada día a subasta. «Por favor, señor Clavero, déme usted un cachito de autonomía.»

Jaime Camino hace hablar a Tarradellas, prudente, astuto, perseverante, secreto. A Fernández-Cuesta, no exento de dignidad. A Abad de Santillán, inteligente y sincero. A Líster, humillado por entregar las armas a los franceses. A Miravitlles, relatando los sucesos siempre con precisión; y con gran patetismo el fusilamiento de los oficiales sublevados en Barcelona. A Gil Robles, con un discurso racional, lineal, acomodando el pensamiento a la palabra exacta, pero escaso de atractivo personal. A David Jato, quitándole importancia a los bombardeos de Madrid, o a García Teresa, generoso, pues hubo también quien fue falangista por generosidad. A Escofet, autoritario, histrión, actor nato que domina los efectos y se sale de la pantalla. A Federica Montseny, llena de tics, agresiva, combativa, como un pájaro de presa a punto siempre de lanzarse sobre la pieza elegida. A Fernández Jurado, espontáneo, tremendo: «Había tantos muertos, que hubiera sido imposible Comérselos todos. » A José Luis de Vilallonga, elegante, culto, refinado, que cuenta cosas horribles con un aire distante y controla con sus buenas maneras una pasión que sería ineducado trascendiera. Y luego está Dolores.

Dolores. Perfecta de gesto, de expresión, de palabra.

Dificultades de exhibición

Me aseguran que los burócratas del PCE pusieron dificultades a la exhibición de La vieja memoria. Seguramente debían considerar un sacrilegio que la bajaran de los altares y la rodearan de gente vulgar: la Pasionaria entre Líster y la Montseny debe ser -para ellos- como, poner a Cristo entre dos ladrones, como meter a la Virgen en un prostíbulo. Los hagiógrafos de Dolores están consternados: los santos son engorrosos y después de exhibirlos en alguna procesión, no se sabe bien qué hacer con ellos. Pero se equivocan, pues en la tierra la Pasionaria queda bien. Elegante y distinguida, debería Santiago Carrillo pedir una grandeza de España para ella; desde luego, su aspecto es mejor que el de algunos a quienes se ha concedido últimamente y al de otros que, esperarnos, se incorporarán pronto a tan alta institución nobiliaria como agradecimiento y despedida por los servicios prestados.

Pero ni las estupendas dotes interpretativas de Dolores consiguen lo que es casi imposible, pues es preciso ser hombre de robusta fe, de profundas convicciones religiosas para creer en ciertos milagros cruentos: si es hermoso que Cristo se introduzca en la hostia, es más difícil aceptar que Nin desaparezca en las checas sin dejar rastro alguno.

Falta de objetividad

Quizá los comunistas esgrimieran también un peligroso argumento para justificar su poco entusiasmo por la película: su falta de objetividad. En un coloquio en el Ateneo barcelonés que siguió a la proyección de otra película interesante, Por qué perdimos la guerra, de Abad de Santillán -coloquio al que fui amablemente invitado-, tuve que expresar mi sorpresa por el reproche de subjetivismo que los representantes del PSUC, Teresa Pamiés y Alfonso Carlos Comín, hicieron a la película. Me apresuraré a decir que yo no creo en la objetividad, pero sí en la conveniencia de buscarla, de intentar, al menos, tender hacia ella, partiendo, claro está, de una subjetividad que no se esconde y se reconoce como tal. La verdad pura tampoco existe. Y quienes pretenden estar en posesión de ella me horrorizan, pues acaban construyendo hogueras, gulags o cámaras de gas.

No. La película de Camino no es objetiva. Toma partido por el hombre de la calle, por el miliciano, por aquel «hombre del momento», como le llamaba Moreno Villa en un hermoso poema:

«Toda la ciudad es suya,

y nada le importa dónde

reclinará su cabeza

con fatiga de diez noches.

Parece que no ha tenido

ni piaras, ni labores,

ni familia que le cuide,

ni mujeres en que goce.

Bebe, canta, riñe y cae

(porque caer es de hombres).

No sabe de casi nada

(pero eso casi es de hombres).

Quiere verse dueño y uno

con todos los demás hombres.»

La muerte de Franco

A casi todos esos hombres el tiempo les ha embellecido los recuerdos. Quizá han olvidado, tanto quienes pelearon en el bando republicano como los que lo hicieron en el nacional y fueron estafados después, que a Franco no le vencieron en la guerra ni tampoco más tarde. A Franco le venció y le mató, en la cama, la enfermedad de Parkinson. Los espectadores de la película sí lo sabemos. Vemos caos, desorden, desconcierto, también generosidad. Y sangre. Mucha sangre. Se equivoca Montherland cuando afirma cruelmente que las guerras civiles son las mejores porque en ellas se sabe a quién se mata. Aquí nadie -casi nadie- sabía ni a quién ni por qué mataba.

Sería una pena que la película de Camino, tan higiénica, pasase inadvertida. En ese aluvión de material cinematográfico que nos cae encima tenemos que escoger con precaución. La película de Camino es una buena y saludable película y es necesaria si queremos comprender el presente, pues los dos, pasado y presente, van a intervenir de alguna manera en nuestro futuro. Al fin y al cabo, la vieja memoria que tienen los pueblos se llama historia.

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