El nuevo Papa, un polaco joven, abierto en política y moderado en el dogma
La elección del cardenal polaco Karol Wojtyla ha sido calificada universalmente como de «gran sorpresa». No sólo es el primer Papa no italiano desde Adriano VI, en 1522, sino que no aparecía en ninguna de las listas de los candidatos con posibilidades de elección elaboradas por los expertos en cuestiones de la Santa Sede. Las Iglesias no católicas, confían en su talante ecuménico. Los polacos lo definen como «moderadamente progresista» y todos coinciden en señalar su identificación con la línea trazada por Juan XXIII y continuada por Pablo VI, del que fue gran amigo personal. Hijo de una familia obrera polaca, hombre de gran cultura, su figura ha servido de contrapeso a la del cardenal Wyszynski, primado de Polonia y de marcado conservadurismo. Los expertos señalan su colaboración con el régimen socialista de su país o, cuando menos, su falta de animosidad beligerante.
Karol Wojtyla, ya Juan Pablo II, se ha apoyado en la balaustrada del balcón principal de la logia del mayordomo. Tiene los dos brazos adelantados y el cuerpo inclinado. Ha pronunciado el acostumbrado «alabado sea Jesucristo». Cerca de él, a su derecha, en una esquina del balcón, está el cardenal primado de Polonia, Stefan Wyszynski, hombre duro de la Iglesia polaca hasta que, coincidiendo con la llegada de Wojtyla al purpurado, comenzó el deshielo. Alrededor, el decorado que ha visto tantos papas. Sobre él, el friso central de la basílica cuenta en tres palabras el carácter romano del catolicismo: «Paulus V, borghese romano.» Es la firma puesta a la basílica por un viejo antecesor de Juan Pablo II . Karol Wojtyla tiene enfrente la Luna llena, que ha ido apareciendo por todo el. centro de la Via della Conciliazione. Tiene una sonrisa poco expresiva y un gesto emocionado y nervioso. Ha empezado hablando de la muerte de su antecesor y luego ha citado a la «madonna» y la gente ha roto a aplaudir sin parar. Cuando los aplausos le interrumpen, por una vez parece que va a echarse a llorar.
Estos días en Roma se ha tratado de buscar explicación a las relaciones del pueblo romano con el Papa. Sólo los romanos parecían tener prisa en estos días de cónclave. Hay quien ha creído ver una sensación de orfandad, merecedora de psicoanálisis, en aquellos que han acudido cada día a esperar la fumata y que silbaban y protestaban cuando aparecía el humo negro. Otros, apoyándose en la antropología, han visto lo que el cónclave tenía de fiesta en la antigua Roma: una fiesta que llenaba las calles de presos amnístiados y que ahora constituye uno de los pocos espectáculos gratuitos que ha dejado la historia,
Pero Juan Pablo II ha cambiado algo los «roles» tradicionales en su relación con las más de 200.000 personas que esperaban su salida al balcón. Este Papa, que, como el anterior, parece alejadísimo de los gestos majestuosos, ha parecido pedirles protección. Ha dicho que venía de lejanas tierras y se ha disculpado: «Aunque no sepa explicarme en vuestra, nuestra, lengua italiana, si me equivoco, me corregiréis.» La gente ha aplaudido aún más fuerte.
A las seis de la tarde y dieciocho minutos ha aparecido, por fin, la fumata blanca. «E bianca, e bianca», gritaba la gente como enlo quecida, mientras un grupo de se minaristas argentinos aporreaba un bombo. Todo tenía aire de noche de fin de año en la Puerta del Sol de Madrid. La fachada de la basílica, iluminada por los focos de televisión, parecía un decorado irreal. La Luna, anaranjada y llena terminaba de hacer creer que se asistía a un espectáculo de luz y sonido.
Cuatro veces más la chimenea siguió expulsando humo blanco. Mucha gente, que la noche anterior se había dejado sorprender llevaba un transistor pegado a la oreja para evitar la duda de si el humo era blanco o negro. Radio Vaticano había dicho, desde un principio, que la fumata era blanca. De vez en vez introducía su sintonía: unas campanitas que entonan la canción religiosa tradicional Christus vincit, Christus regnat. En diversas lenguas, anunciaba que había Papa. «¡En árabe, ahora lo dice en árabe! », chillaba, mientras soltaba una risita un nervioso sacerdote.
A las siete menos veinticinco, la guardia suiza, vestida con el uniforme de rayas diseñado por Miguel Angel, entraba marcando el paso, y al son de tambores, en el centro de la plaza. Detrás, varias representaciones de las fuerzas armadas italianas, vestidas con imaginativos uniformes de gala.
Poco a poco, en las cornisas de la vía Della Conciliazione y en las cercanías de la plaza, se iban encendiendo unas lamparillas de aceite de color anaranjado. De todas partes de Roma la gente iba acudiendo. Toda la ciudad era un inmenso embotellamiento circulatorio.
A las siete menos veinte se empiezan a ver luces a través de los ventanales de la «logia del mayordomo». Cuatro minutos después se corren las cortinas y se abren las puertas del balcón principal.
Por fin aparece el cardenal Felice, encargado de dar la noticia. Unos sacerdotes incondicionales se lamentan: «¡Oh!, entonces el Papa no es Felice. ¡Es otro! »
Felice, que es conocido en el Vaticano por presumir de su buen latín, entona la fórmula tradicional: Annuntio vobis gaudium magnum, Habemus papam. Eminentisimus ec reverentisimum dominum Karlo, cardinalem Wojtyla, qui sibi nomen imposuit Joanus Paulus II. Después, las campanas empiezan a dar vueltas.
Sobre el balcón, colocan el escudo pontificio que va bordado en un paño blanco que, a su vez, está enmarcado por un terciopelo rojo con adornos dorados.
Son ya las siete y veintidós minutos de la tarde (más o menos la misma hora en que apareció ante los romanos su antecesor, Juan Pablo I), cuando el nuevo Papa aparece en el balcón. El resto de los cardenales llena los ventanales vecinos. Antes, como cuando Felice salió a anunciar la noticia, ha aparecido la cruz astial, símbolo del pontificado.
Después de dirigir sus primeras palabras al pueblo romano, Juan Pablo II da su primera bendición como Papa, siguiendo el texto del libro que un ceremonial mantiene abierto frente a él.
Ha pasado más de una hora desde que el cardenal camarlengo, monseñor Jean Villot, le preguntara a Wojtyla si deseaba ser Papa y qué nombre quería ponerse. El maestro de ceremonias -que hace a la vez de notario- ya ha levantado acta y la ha firmado, junto con el secretario del cónclave y dos ceremonieri que han acudido como testigos.
Luego, los otros 110 cardenales han pasado frente a él y le han besado la mano y abrazado. Todo esto bajo los frescos de la Capilla Sixtina.
Posiblemente, por la hora en que ha salido el humo, Wojtyla ha sido elegido en la última votación del día, la octava del cónclave. Y antes de aparecer en el balcón, Juan Pablo II se ha puesto el «anillo del pescador», que el maestro de ceremonias le ha retirado posteriormente para grabaren él su nombre.
Ha parecido todo muy rápido. No han pasado mucho más de dos horas desde su nombramiento, cuando ya la gente se iba marchando de San Pedro, volviendo a veces la cabeza atrás para mirar la basílica. El nuevo Papa parece haberle caído en gracia a los romanos. Su antecesor duró poco. Como expresaba un dibujante francés, Juan Pablo I parecía haber sido aplastado y muerto por el peso de la tiara. Esta vez, los romanos están como dispuestos a echarle una mano: «Pobre hombre, viene de tan lejos...»
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