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David Seaton

David SeatonGalería Vandrés.

Don Ramón de la Cruz, 26.

Madrid

Un espectador aficionado a descifrar el caos tal vez pueda decepcionarse ante una primera exposición en que la pintura es dada a ver en un punto de relativa madurez. Un espectador necesitado de orientaciones pedagógicas le exigirá, en cambio, a una primera exposición, una cierta dosis de proclama.

Ni inmadurez ni proclama en el caso de David Seaton. Gesto tras gesto; cuadro tras cuadro, lo que ofrece es una suerte de autorretrato. Quien conociera sus dibujos figurativos, de un humor a veces terrible, encontrará aquí la misma ironía, la misma frescura, la misma disponibilidad ante las cosas. Y lo que es mucho más importante, sin que los cuadros sean en absoluto dibujos ampliados. La apuesta (elegir unos elementos pictóricos, propiamente pictóricos) ha sido ganada.

Los cuadros más antiguos revelan aún un cierto temor a enfrentarse con la superficie blanca del lienzo. En ellos el blanco tiene aún algo de fondo neutro sobre el que juega la caligrafía, el dibujo. Muy pronto, sin embargo, el color ocupa la superficie entera; ésta se organiza a partir de lo que el color produce como profundidad. El dibujo ya no interviene como un elemento esencial, sino como inscripción en el color, inscripción que unas veces puede repetir aquello que el color ya demarca y otras puede, al contrario, actuar como contrapunto. Los dos cuadros, a mi entender, más logrados de la muestra (el gran vertical en verdes claros y el gran azul/blanco horizontal) destacan por su lado painterly, pictoricista, por la sabiduría con que en ellos se engarzan todos los elementos en juego. El dibujo alcanza ahí un papel menor y sugerente que podría recordar a un cierto Thiollat.

Una primera exposición es siempre una promesa y un reto para el artista. Ante esa promesa, ante ese reto, el papel tradicional de la crítica ha venido siendo el darle palmadas en la espalda al pintor, el decir «por ahí, muchacho», o «esto sí, aquello no». Y esa no es la guerra. La pintura, sobre todo cuando surge sin necesidad de apoyaturas teóricas, se convierte en una interrogación ante la que deberíamos producir nuevas interrogaciones. ¿Cómo nos explicamos esa inocencia premeditada y resabiada de Seaton (tan afin en ello a un Guerrero o un Ráfols) y cómo podríamos relacionarla con una crisis generalizada de los reduccionismos? ¿Qué nuevo rigor y qué soltura pueden necesitarse en el lugar de la antigua obsesión teórica? Lo bueno es que Seaton, como todo pintor auténtico, contestará pintando.

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