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Arte chino

Andrés Trapiello

No es, difícil imaginar, a un rey con aires de romántico tardío visitando y comprando arte en la China blanca o intercambiándolo en los salones londinenses con hombres que tienen la manía de firmar con un «Sir» delante. Así empezó a formarse esta colección, cuando los aeroplanos iniciaban sus vuelos por las hermosas praderas de Huang-Ho.Los españoles podrán ver ciento cincuenta de las casi tres mil piezas que la forman. La delegación china en Madrid deberá ver (siempre lo hacen) el brillo opaco de un pez-jade Chang o una copa imperial que viene de los Sung pasando por Estocolmo. Y los cuatro delegados (suelen ser cuatro) pensarán en alta política extranjera y ensoñarán el pasado glorioso de su tierra, un pasado de cuatro mil años en vitrinas. En una de ellas pueden verse cerámicas vidriadas, verdosas, casi grises. La luz hace brotar del fondo de un aguamanil o de un cuenco la flor de loto o unas hojas de hiedra, como recordando al cantor de los Tang: «Una jarra de vino entre las flores.» Sólo para ver estos objetos diminutos, de una sobriedad extrema, merece la pena la visita. Desde un anaquel contiguo un «pájaro que confunde su canto con el silbo del bambú» ve contrariado otras piezas que comparten con él la exposición. También en la colección real se muestran las horrorosas bandejas y porcelanas que en siglo XVIII los chinos endilgaban a las Compañías de las Indias Orientales. Estas las vendían en los mercados europeos

Colección del rey Gustavo VI Adolfo de Suecia

Salas del Patrimonio Artístico. Paseo de Calvo Sotelo, 20.

La colección, compuesta en su totalidad por objetos mobiliares, rituales y de uso doméstico, además de pequeñas esculturas, carece, sin embargo, del gran arte chino, de aquel que veneraban sobre todas las cosas las dinastías. No hay rastros de pintura ni escritura por ninguna parte. Y no por ello se critica la colección, que ahí está y es lo que es. De criticar a alguien sería a Gustavo VI Adolfo, pero tampoco debe hacerse, porque un rey siempre tiene razones, que no comprenderíamos, para engrosar una colección y titularla «Arte chino», sin que el arte rey, la pintura, aparezca en sus estantes. Tal vez pensó, y no mal, que la pintura exigiría una colección aparte. En fin, quedan atrás soberbias muestras de bronce chino, jades preciosos y fuentes de las que salía «un aroma tan dulce como la rama del cerezo». El mismo aroma que hará reflexionar a la delegación china, ya saliendo, recitando melancólicamente a Li Po: «Ni el agua que transcurre torna a su manantial, ni la flor desprendida de su tallo vuelve jamás al árbol que la dejó caer.»

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