Vidas das ejemplares .
La única razón que puede justificar la adaptación cinematográfica de una historia conocida a priori por todos sus potenciales espectadores es la de ofrecer una versión nueva, distinta, de los hechos relatados. Nada más lejos de El griego de oro. La versión que esta película ofrece de las relaciones de Aristóteles Onassis y Jacqueline Kennedy es la más tópica y superficial que pueda darse la misma que proponen las revistas del corazón, y es a los lectores de estas revistas -mayoritariamente femeninos- a los que esta película, sin duda alguna, va destinada. Para empezar, estos personajes, cuyas vidas son morbosamente seguidas día a día por un periodismo de la peor catadura, han sido encomendadados a dos actores cuyo parecido con los biografiados es relativo, pero suficiente, pues de no haber sido así, el público para el que este producto ha sido cuidadosamente fabricado se desentendería de una trama cuya intriga brilla por su ausencia y cuyo único gancho está en el juego de los paralelismos. Por otro lado, los nombres de los protagonistas se han variado burdamente, de forma que sean fácilmente reconocibles y traducibles hasta por el más desinformado: Onassis se convierte en Tomassis; Kennedy, en Cassidy, etcétera. Como sus vidas, pese a todo, son bastante insípidas -¡cosas del cine!- y van puntuadas por un puñado de acontecimientos clave que todos conocemos, el único interés del espectador es esperar el asesinato de Cassidy o la indispensable escena de cama entre él Tomassis y la Cassidy, única que desde un punto de vista comercial justifica la película y de la que sus autores se escabullen malabaristicamente. La muerte de Cassidy resulta malintencionadamente simple, calificativo que puede extenderse al total del filme. Para el espectador común -suponiendo que exista- la vida de estos señores propietarios de islas, flotas, vidas, millones, etcétera, debería resultar bastante irritante, ya que la, película no ofrece más que eso. Así, pues, su contemplación se convierte en un acto de puro masoquismo. El griego de oro es un filme que sus autores querrían retorcidamente limpio, pero que, a fin de cuentas, les ha salido lujosamente sórdido. Un filme articulado en torno a dos movimientos que podrían resumirse en dos sospechosas máximas: a) los ricos también tienen su corazoncito y b) el dinero no da la felicidad. Por más que sus autores lo intentan no consiguen convencer a nadie de la inocencia de sus biografiados, y ello a pesar de la gran baza que supone la presencia de Quinn y Bisset, dos actores tan notables como adorados por el público. El más utilizado de los dos es Anthony Quinn, quien, además de su físico, presta una imagen construida hace quince años con Zorba el griego, personaje a quien homenajea en El griego de oro con varios numeritos de baile.Este engendro fílmico viene firmado por John Lee Thompson, mediocre artesano de ninguna personalidad, a quien suelen encomendársele las más diversas y disparatadas tareas, aunque el máximo responsable de la película es el productor griego Nikos Mastokaris, quien en la actualidad prepara otro filme sobre los amores de Christina Onassis con el funcionario soviético con quien recientemente contrajo matrimonio. Deseamos calurosamente que el fracaso acompañe al señor Mastokaris en sus empresas, pues, de locontrario, no sería nada aventurado anunciar el nacimiento de un nuevo género, más catastrófico aún que el conocido como tal, que me apresuro a no bautizar, pues lo que se nombra, acaba siendo. ¡Cielos!
El griego de oro (The Greek tycoon)
Dirección: John Lee Thompson. Fotografia: Tony Richmond. Música: Stanley Myers. Intérpretes: Anthony Quinn, Jacqueline Bisset, Edward Albert, James Franciscus. Norteamericana, 1978. Local de estreno: Amaya
Babelia
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