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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Escuchas telefónicas

Catedrático de Derecho penalLa necesidad de que nuestro ordenamiento jurídico proteja con eficacia el derecho a la intimidad personal o vida privada de cada uno (privacy, en terminología anglosajona) se ha agudizado con motivo de las supuestas escuchas telefónicas, cuya eventual realización está produciendo una intensa campaña tan adversa y generalizada como poco precisa. Al divulgarse, ahora, un espectacular reportaje periodístico, con fragmentarios textos de equívoca procedencia, y el desmentido del Ministerio del Interior, la cuestión se presenta todavía más polémica.

Actualmente nadie pone en tela de juicio que el derecho al respeto de la vida privada constituya manifestación primaria del reconocimiento de la dignidad humana, como principio esencial de cualquier convivencia civilizada. La dignidad del hombre exige que se proteja su intimidad, tanto más intensamente cuanto mayores sean las relaciones sociales y las facilidades de intromisión en aquélla, mediante procedimientos técnicos de interferencia, descubrimiento, captación y divulgación de imágenes y conversaciones. Por eso, las demoras en el. planteamiento político y jurídico de esta protección podrían resultar irreversibles.

En el proyecto constitucional, los pronunciamientos son terminantes: Considerada la dignidad humana como fundamento del orden político y de la paz social (artículo 10), se garantiza el derecho a la intimidad personal, mediante pormenorizadas referencias a la protección del secreto de las comunicaciones, singularmente de las postales, telegráficas y telefónicas, con la única limitación de que por mandato judicial se disponga en contrario (artículo 17). El derecho al respeto de la vida privada y la protección de la intimidad personal quedan, pues, constitucionalizados: luego vendrá la tarea nada fácil de elaborar el esquema jurídico que discipline esa anhelada tutela, sancionando la lesión o puesta en peligro de aquellos concretos derechos de la personalidad, elevados al rango de bienes jurídicos de primer orden por la que normalmente habrá de ser pronto Constitución del Estado español.

Descuido en la actualización de normas penales

En el tema candente de las escuchas telefónicas, la realidad es que, aparte de la positiva referencia constitucional todavía en proyecto, nuestro ordenamiento no ofrece ningún tipo de garantías específicas, por motivos, creo, de simple descuido en la actualización de las normas penales. Por lo mismo que nunca se ha cuestionado el secreto de la comunicación escrita, por medio de la correspondencia, tampoco se habría discutido cualquier, propuesta seria de tutelar penalmente el sigilo de las comunicaciones telefónicas, sobre todo si hubiese existido una política criminal menos absorbida por preocupaciones defensistas y más sensible a las verdaderas urgencias comunitarias. Valga en su descargo que igual ha ocurrido en otros países de reconocida solvencia jurídica, como Francia, donde la regulación del derecho a la vida privada no se ha efectuado, de forma concreta, hasta la promulgación de la ley de 17 de julio de 1970.

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En esta ley. se castigan con penas de privación de libertad de dos meses a dos años y multa, entre otros hechos, la escucha, registro o transmisión de palabras pronunciadas por un particular, en lugar privado, sin su consentimiento.

La pauta es buena, pero exige varias precisiones: Por de pronto, que se prevea la agravación de penalidad cuando tales conductas se realizaren por funcionario público, con independencia del delito en que éste incurriría si se revelare el secreto, tal como se prescribe en nuestro Código penal, y sin perjuicio del posible concurso con el delito de coacciones, si la grabación mecánica o la fijación escrita de las conversaciones fuesen utilizadas como amenaza. Desde otro punto de vista, resultaría muy conveniente detallar las distintas formas de intromisión en la intimidad telefónica, teniendo presente, en lo que resulte homologable, el casuismo que en nuestra legislación se recoge respecto a la violación de la correspondencia.

Hasta aquí parece que tales sugerencias, esbozadas con propósito de simple divulgación, no deban encontrar demasiados contradictores. El problema, como siempre, surgirá cuando se intente coordinar la defensa del Estado y de su organización política con el respeto a la intimidad del ciudadano.

A este respecto, el proyecto constitucional es muy estricto, ya que únicamente el mandato judicial podrá autorizar, con las garantías y motivaciones que le son inherentes, que, en supuestos excepcionales, se desvele el sigilo de una conversación telefónica.

Miedo al ejecutivo

Pero, ¿se resignará el ejecutivo a tan beneficiosa sumisión, cuando considere, mediante apreciaciones circunstanciales, que estén en juego superiores intereses nacionales, comunitarios o políticos?

Me alarma que la respuesta afirmativa no se compadezca, a primera vista, con determinados precedentes, y que se caiga en la tentación de utilizarlos, aunque en el empeño quede en entredicho la seguridad jurídica.

Téngase en cuenta, en efecto, que en el Convenio Internacional de Telecomunicaciones, de 22 de diciembre de 1952, ratificado por España en 3 de julio de 1953, que sustituyó al de Atlantic City, están sancionadas diversas cláusulas de excepción, bajo la rúbrica de «detención de telecomunicaciones», regulándose (artículo 29) el derecho de los países asociados a «detener la trasmisión» de cualquier telegrama y de «interrumpir cualquier comunicación privada tele gráfica o telefónica» que se reputen peligrosas para la seguridad del Estado, o contrarias a sus leyes, al orden público o a las buenas costumbres, expresiones todas cuya evanescente significación permite amparar toda suerte de arbitrariedades. Es verdad que la cláusula de excepción se refiere solamente a las comunicaciones internacionales, pero también lo es que supone la institucionalización de la escucha.

Inquieta, también, que un reciente fallo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo, haya legalizado, en cierto modo, estas interferencias, cuando se justifiquen por la lucha contra el terrorismo o el espionaje o por una efectiva necesidad de prevención del crimen. No se pierde de vista, sin embargo, que la decisión se ha amparado en la ley federal alemana, más permisiva, en este punto, que nuestro proyecto constitucional.

Recordemos, en fin, que el real decreto-ley 21/1978, de 30 de junio, ha facultado al ministro del lnterior para autorizar las escuchas telefónicas, en relación con los delitos cometidos por grupos o bandas armadas, «con conocimiento -que no autorización- de la autoridad judicial».

Así las cosas, me parece que únicamente el principio de la seguridad jurídíca podrá servir de moderación. La seguridad jurídica reclama dos exigencias incuestionables: que las excepciones al derecho personalísimo de la intimidad sean muy precisas, porque sin precisión o certeza aquélla se transforma en mera retórica, y que la apreciación de esas excepciones se confiera en exclusiva a la autoridad judicial, como se proclama en el proyecto constitucional, aun a riesgo de que se produzcan desfases, técnicamente superables, entre la urgencia política y la serenidad jurisdiccional. A la larga, este riesgo resultará menor que el de poner en peligro la referida seguridad jurídica, cuyo respeto supone uno de los mayores, pero más rentables, sacrificios del Estado de Derecho.

El imperio de la ley

En definitiva: hay que garantizar al ciudadano la libertad e intimidad de sus comunicaciones epistolares, telefónicas o de cualquier otro tipo, favoreciéndose la instauración de una conciencia de auténtico respeto a la vida privada de cada uno. Y hay que asegurarle, asimismo, que solamente por la vía jurisdiccional, y con carácter de excepción, será posible abrir el cerco de esa intimidad, cuando así lo exijan instancias de indudable prevalencia. No se me oculta que para ello urge potenciar confianzas y convicciones de dudosa firmeza: allá la conciencia de los políticos si desaprovechan un ambiente de serenidad nacional absolutamente favorable para conseguirlo. Yo no creo, como jurista y como ciudadano alentó a nuestra actual realidad comunitaria, que conserve justificación alguna la admonición clásica de que las leyes hayan de claudicar ante la revulsión, por muy alarmante que sea (silent legès inter armas). Precisamente, el autentico imperio de la ley, y la sumisión al mismo del ejecutivo, será lo que, nos sitúe, definitivamente, entre los bien pocos países que han conseguido acceder a la última fase de desarrollo: el desarrollo jurídico.

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