La reforma universitaria
Secretario de Estado para Universidades
El Gobierno se propone enviar a las Cortes un proyecto de ley de autonomía universitaria que responde a la necesidad de abordar una reforma de la universidad española. Ahora bien: ¿desde qué supuestos y en qué condiciones se plantea dicha reforma?
Nuestra universidad se halla en una crisis profunda, resultado de las transformaciones sociales que se han producido en nuestro medio histórico y de unas circunstancias políticas, peculiares de la vida pública española de las últimas décadas, que concentraron en la universidad un grado muy elevado de oposición política y que la han dejado en una situación difícil. La universidad tradicional tenía asignadas unas misiones que, con independencia del juicio que puedan merecernos, se realizan hoy de forma muy precaria. Por un lado, la capacitación técnica para el ejercicio de las profesiones se ha convertido, con frecuencia, en una titulación puramente formal, que constituye la gran aspiración de masas crecientes de estudiantes. Estos creen ver en el título superior la gran panacea para abrir las puertas a posiciones sociales prestigiosas, cuando la realidad es que cada vez aumenta más el número de graduados en paro y cada vez es mayor el número de quienes salen de las aulas sin una preparación suficiente para insertarse en las actividades productivas.
Por otra parte, la universidad cumplía un papel de transmisión de la cultura para una élite reducida y privilegiada, utilizada en ocasiones como un mero adorno social. En nuestros días la universidad ha originado una capa social de intelectuales, cada vez más numerosa, con un considerable grado de influencia social y política, que se siente progresivamente frustrada ante la contradicción producida por las expectativas que le han llevado a la universidad y la realidad cotidiana posterior. A ello se une que la función investigadora de la universidad, tantas veces pregonada y recabada, aquí nunca logró despegar de unos niveles raquíticos, agravados por el individualismo, la falta de coordinación y la desconexión con los sistemas sociales de producción.
Dados esos supuestos, parece necesaria una renovación de nuestra vida universitaria que la dote de una mayor racionalidad y la haga más acorde con las exigencias de nuestra sociedad. Pero eso significa, ante todo, llevar a cabo un cambio de la idea misma de universidad. Frente a la concepción individualista y liberal de una universidad al servicio de un reducido número de individuos, hemos de partir de la universidad concebida como una institución social al servicio de toda la comunidad. No se trata de plantear la capacitación técnica o la investigación científica como una cuestión profesional más o menos gratificadora para determinadas personas, sino como una necesidad imperiosa de la sociedad, que dedica a ello una parte muy considerable de sus recursos. Los objetivos de la universidad no deben radicar sólo en formar individualidades exquisitas, ni en la mera preparación para el «mando» de la sociedad, como pretendía Ortega, sino también en la formación de unos profesionales útiles a la sociedad. Tampoco puede plantearse la investigación en nuestros días como una actividad individualista, y neutra que pueda conducir a un evasivo cultivo de la ciencia por la ciencia, sino que la investigación ha de racionalizarse y coordinarse en lógica compatibilidad con la docencia, estableciendo una cooperación y una vinculación eficaz con todos los sectores sociales. Todo ello se puede lograr sin merma de la actitud crítica y reflexiva, que corresponde a los miembros de la comunidad universitaria, y sin perjuicio de establecer las medidas adecuadas que garanticen la libertad académica -de cátedra, de investigación y de estudio- y la no subordinación de los fines y objetivos universitarios a intereses individuales o particularistas.
Esta idea de la universidad debe presidir una nueva ordenación de la vida académica, establecida a partir del principio de autonomía. El proyecto de Constitución reconoce este principio, que responde a una necesidad sentida hace tiempo en el mundo universitario. Pero se debe precisar con claridad el significado y el contenido de dicha autonomía, para que ésta no se quede en una mera declaración retórica, vaga y equívoca.
En este sentido conviene hacer una primera precisión: la autonomía universitaria se ha venido planteando como una alternativa frente al centralismo y el dirigismo ministerial, lo mismo que ha ocurrido en otros sectores sociales. Ahora, al establecerse en la Constitución el nuevo sistema de las autonomías territoriales, podría pensarse por algunos -y en ocasiones se ha dicho así expresamente- que la transferencia de competencias a las comunidades autónomas resolvería el problema de la autonomía universitaria, con lo cual se incurriría en la contradicción de querer huir de un dirigismo de la Administración central para caer en un dirigismo de las comunidades autónomas. En contra de este simplista criterio, la autonomía universitaria debe verse como una fórmula de. autogobierno de la universidad, opuesta a las ingerencias e intervencionismos esterilizantes o partidistas, no sólo de la Administración central de Estado, sino también de otros poderes públicos o de otras instituciones, que pueden resultar aún más funestos para la universidad que los de aquélla. Esta cuestión es independiente de la distribución de poder y de competencias entre la Administración central del Estado y las comunidades autónomas, que será reflejado en su día por los respectivos estatutos.
La autonomía universitaria constituye la clave de un nuevo sistema académico, compatible con una racional intervención de la Administración central del Estado, o de las comunidades autónomas, que han de velar por la garantía de los intereses generales y actuar en situaciones y casos excepcionales legalmente previstos. Esta intervención es necesaria porque la autonomía universitaria sólo cobra sentido dentro de un sistema global de valores e intereses, cuya determinación corresponde a las Cortes Generales y a la Administración del Estado como representantes y ejecutores de la voluntad social. Un sistema responsable de autonomía universitaria exige una coordinación y unas garantías de dichos intereses generales, que son facultades indeclinables del Estado. Pero, además, la autonomía universitaria no ha de contemplarse sólo como la autonomía singular de cada universidad, sino que se extiende a la universidad en general, concebida como un servicio público, que ha de analizar y programar la vida académica como un todo. Lo cual no impide una diferenciaciación pluralista de las universidades públicas que han de prestar especial atención a los problemas y exigencias del entorno donde estén situadas. La nueva concepción de la universidad como servicio público al servicio de toda la comunidad, dotada de autonomía, obliga a exigir que el rendimiento y la responsabilidad sean la contrapartida de la autonomía y de los privilegios y beneficios que implica el acceso a la universidad y la adquisición de un título académico. Ha de cuidarse que nadie con capacidad intelectual y dedicación suficientes deje de ir a la universidad por falta de medios económicos. Pero se ha de procurar también que no puedan seguir indefinidamente en la universidad estudiantes que no demuestren un mínimo de dedicación y aprovechamiento, amparados en el privilegio de una situación económica personal que les permita repetir, convocatoria tras convocatoria, las mismas asignaturas o cursos académicos.
La universidad debe ordenar y racionalizar sus actividades y su presupuesto de gastos e ingresos, procurando el mejor rendimiento y economicidad de sus recursos, sin perjuicio de que los poderes públicos adopten las medidas pertinentes para una adecuada fiscalización del gasto público. En este sentido es preciso establecer unos nuevos órganos de gobierno representativos, que aseguren la participación de todos los sectores de la universidad, en relación y coordinación con las fuerzas sociales del entorno, y es necesario que la universidad pueda seleccionar a su profesorado y organizar sus enseñanzas con autonomía. Asimismo, una universidad moderna, en un mundo conformado por las ciencia y la tecnología, ha de prestar una atención preferente a la investigación científica, básica y aplicada, y ha de establecer una adecuada colaboración y coordinación con otras instituciones y centros de investigación, como exige la programación de una política nacional de la ciencia.
La reforma universitaria, si quiere ser aplicable, ha de partir de una base realista, que responda a las circunstancias de la sociedad española actual, huyendo de fórmulas idealistas, pensadas desde el plano de una sociedad abstracta, y, al mismo tiempo, de la tentación de importar precipitadamente modelos que pueden dar resultados excelentes en otros países y no servir en absoluto para nuestra sociedad. Es más: ni siquiera es aconsejable tratar de imponer un modelo ideal para la sociedad española, que descuide u olvide su capacidad de asimilación y de resistencia al cambio. Debemos contar con la situación actual de nuestra sociedad, en pleno proceso de reforma social y política, con una grave crisis económica y con una institución universitaria que ha venido estando sometida a un deterioro progresivo. Todos esos factores deben ser tenidos en cuenta para evitar saltos en el vacío. Una institución tan compleja como es la universidad y un servicio público de tantas raíces y repercusiones sociales como es el de la enseñanza superior no pueden ser sometidos a cambios radicales de la noche a la mañaria, haciendo tabla rasa de situaciones que no pueden ser ignoradas y que, en muchas ocasiones, interesa respetar y conservar.
Por su parte, una nueva ley puede ser un marco para la renovación de la vida académica, pero lo decisivo será la acción transformadora que se emprenda ppr las propias universidades. No debe incurrirse en el error de encomendar a la Administración del Estado responsabilidades propias de las universidades. Estas deben gozar de autonomía para ordenar sus actividades, pero deben asumir también los riesgos, las incomodidades y las responsabilidades inherentes a la facultad de decisión. A su vez, los profesores y los alumnos tienen la clave que la nueva universidad que se quiere conseguir. De nada servirá ninguna ley si los profesores y los alumnos no se sienten solidarios en un nuevo proyecto de vida académica, encaminado a conseguir unos centros universitarios donde arraiguen el pensamiento, la crítica y la investigacion.
Para conseguir estos fines será necesario que la sociedad proporciones a la universidad los medios adecuados para el buen ejercicio de sus funciones y valore y considere en sus justos términos el servicio que la universidad presta. Esa sociedad debe, a continuación, exigir de todos cuantos se hallan en la universidad la dedicación y el rendimiento que se correspondan con la atención y los recursos asignados. Sólo así la institución universitaria podrá ser un eficaz instrumento de transformación social al servicio de la libertad, la igualdad y el progreso social, que hagan posible una más plena realiza ción de la dignidad humana. Estas son las bases de partida de la reforma que el proyecto de ley de autonomía universitaria pretende abordar. A partir de ellas la universidad, las Cortes y el conjunto de la sociedad española deberán discutir y debatir los diversos aspectos que comprenden, para decidir la solución más idónea. A todos nos importa mucho acertar en esa decisión.
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