El diablo y Bresson
Nuestro mundo va mal. Se sabe desde siglos. Cada década nos lo avisaban los profetas, que, para nuestra desgracia, nunca presagiaron sino lluvias escasas y parvas cosechas. Donde antes hubo pestes hoy apuntan desastres ecológicos, falta de fe, moral atropellada cuando no indiferencia, males que, unos sumados a otros, nos empujan a una especie de Apocalipsis moderno. Nos lo dice Bresson en los últimos años de su vida, tiempo que suele alumbrar tal tipo de fatales profecías. Nos advierte desde la última vuelta del camino, desde su edad y desde su castillo confortable.No llegamos a saber bien si este final que se nos avecina llegará por culpa de nuestros propios pecados o por culpa del diablo, si nuestro mundo perecerá contaminado, parcelado, ahogado por una ola, de feroz materialismo. Pues este realizador cristiano, pesimista, moral, fiel a sí mismo en pensamiento y obra, tanto como se puede llegar a ser en el mundo poco seguro del cine, nos ofrece una historia tan fría y cerebral como todas las últimas salidas de su mano.
El diablo probablemente
Guión y dirección: Robert Bresson. Intérpretes: Antoine Monnier, Tina Irissari, Henri de Maublanc, Laeticia Carcano. Fotografía: Pasqualino de Santis. Música: Phillipe Sarde. Dramático. Francia. 1977. Local de estreno: Alphaville 3.
En ésta los intentos del protagonista por hallar solución a su problema, una salida que le salve de su propio mundo, de su total destrucción, de su mortal y universal indiferencia, se revelan inútiles. Ni la posibilidad del sacrificio ni sus experiencias posteriores en política activa, ni la Iglesia o la ciencia o el amor le harán avanzar un solo paso en la indagación de su propia conciencia.
Su encuentro con la droga pondrá fin, en el más bello cementerio de París, a esa búsqueda bastante cerebral, un tanto irreal y demasiado metafísica. Bresson, como acostumbra, trabaja, antes que con actores, con ideas, y así sus personajes charlan, aman o se confiesan como ambiguos entes intelectuales. Nunca llegan a conmovernos o emocionamos. Ni se les compadece ni se les odia, se les observa como a invertebrados más allá de un hermoso cristal ante el que algunos espectadores se extasían mientras otros bostezan.
Por otra parte, los insertos documentales destinados a explicarnos o mostrarnos los males de nuestra desgraciada época, cuando no sobran, resultan excesivos, revelándose ajenos a la totalidad del filme, repleto de dudosos simbolismos.
Fiel a sí mismo, Bresson, a quien nadie niega sus méritos pasados y mayores, sigue adelante con su último cine moroso antidramático, cada vez más ascético, a la búsqueda del hombre. Su pesimismo antes aludido, su horror al mundo, al hombre en sus últimas causas y razones, parecen empujarle hacia un postrero viaje, hacia un camino sin retorno lejos de sus primeras obras maestras.
Sólo el tiempo dirá hasta dónde el público y sus incondicionales son capaces de seguirle. No vaya a suceder que un día «el gran Bresson», con sus preguntas y sus dudas, con su escenografía depurada y sus intérpretes monótonos, se quede a solas como tantos, vuelto de espaldas a la realidad, lo mismo que el diablo probablemente.
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