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Dios no cabe en una Constitución civil

Cuando la Constitución española anda de mano en mano para recibir su definitiva extesura, ya se han levantado algunas voces (eso sí, «nacional-católicas») acusándola nada menos que de atea. Y todo es porque en ella no se nombra a Dios, como fue el caso de otras Constituciones españolas o extranjeras. Esto nos obliga a plantearnos el problema en serio y desde la más rigurosa ortodoxia teológica: ¿hay que nombrar a Dios en una Constitución civil?Está muy cerca el Concilio Vaticano II y toda la floración teológica que ha nacido inmediatamente después para que una voz católica reclame la inclusión del nombre de Dios en un documento puramente civil. A partir del Concilio nos hemos dado cuenta de que el proceso de secularización fue iniciado precisamente por el mismo cristianismo que en este aspecto luchó en dos frentes: contra el judaísmo sacralizante y contra el paganismo divinizante. La respuesta de Jesús a los fariseos y herodianos que le preguntaban si había que pagar el tributo al César es paradigmática: « Dad al César lo del César v a Dios, lo de Dios», dijo después de haber pedido que le mostraran un denario, la moneda imperial.

Y es que todos los césares que en el mundo han sido (y siguen siendo) no se quieren contentar con ser césares, de mayor o menor categoria: quieren, además, ser dioses, aunque no lo digan expresamente. En otras palabras: quieren ser la última instancia de todas las exigencias humanas. Modernamente, el Divus Caesar de los romanos se reconvirtió, mediante una operación mágica a través de un hechizo brujeril disimulado, en razón de Estado, tan diosa como Venus o Afrodita, aunque no con los encantos de estas últimas.

Cuando en las exequias del recientemente fallecido papa Pablo VI hemos visto tantas representaciones oficiales de poderes de este mundo, no vayamos a creer que la mayoría de ellos quisieran que el Vaticano quedara reducido a puro «comité central de la Iglesia católica» y dejaran de ser un Estado independiente. Esto lo queremos los católicos de a pie. Los césares quieren que la Iglesia católica sea también, de alguna manera, cesárea, para que así participe en el gran consenso de todos los poderes de este mundo y no se convierta en el aguafiestas profético de sus inapelables razones de Estado. Y así ha venido siendo: la Iglesia-Estado tiene que someterse a la «prudencia de este mundo» para poder mantener la inmensa red diplomática extendida por todo el orbe, y con la que cree obtener mayores facilidades de evangelización. Pero la historia, que ahora afortunadamente se ha vuelto cínica (o sea, «perruna», «ladradora»), nos dice que los buenos deseos no han correspondido a las realidades. Ahí está el fracaso de las grandes obras misionales que se han venido abajo como un castillo de cartón.

Por eso, la inclusión del nombre de Dios en una Constitución civil se inscribe en lo que hoy los teólogos llaman «reduccionismo», o sea, el intento de «reducir» a Dios a los límites de un proyecto humano político. Es lo mismo que un partido cristiano. Una Constitución que se inicie con una hipócrita invocación del nombre de Dios está preparada para tapar la boca a las Iglesias que algún día tengan que ejercer su denuncia profética frente a esa misma Constitución o a sus aplicaciones coyunturales.

Cuando todavía vemos la moneda del gran imperialismo moderno con la inscripción: «In God we trust» («Confiamos en Dios»), no podemos menos que rebelarnos por el cinismo de la manipulación del nombre de Dios para destruir en unos minutos ciudades como Hiroshima o Nagasaki o para casi borrar del mapa una nación milenaria como Vietnam. Todo ello en nombre de Dios, ¿cómo no?

Todavía más cerca de nosotros recordamos y vemos, además, monedas en las que se lee: «Francisco Franco, caudillo de España por la gracia de Dios.» ¿No es esto un intento de atribuirle a Dios todos los actos del máximo responsable de la Cuaresma dictatorial que ha padecido el humillado pueblo español?

Dejemos a Dios fuera de la Constitución: El no necesita ningún escaño en el hemiciclo de ninguna de las dos Cámaras. ¿O es que algunos jerarcas de nuestra Iglesia tiene demasiada nostalgia de los años que ocuparon en nombre de Dios, aquellos escaños, para desde allí contribuir a la humillación de nuestros pueblos peninsulares?

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