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Tribuna
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Por una teología-ficción más próxima a la utopía cristiana

Juan José Tamayo

Teólogo miembro de la Comunidad Popular Cristiana de Madrid

Cuenta el padre Díez-Alegría en su obra Teología en broma y en serio que un día Pío XII dispuso que se hicieran unas excavaciones arqueológicas debajo del altar mayor de la basílica de San Pedro en el Vaticano, para comprobar si se encontraba allí el sepulcro de Pedro. Debajo de la cúpula de Miguel Angel se encontraron cinco altares, y debajo de éstos estaba el sepulcro de Pedro. «Era -dice- un sepulcro de esclavo, sin monumento alguno, situado en la parte de la necrópolis destinada a los extranjeros. Casi la fosa común.» Pero el sepulcro estaba vacío y los restos de Pedro «el pescador» no aparecieron por ninguna parte. Qué había sucedido? Díez Alegría avanza la siguiente hipótesis humorista: cuando a Pedro le pusieron encima cinco altares, uno sobre otro, y una inmensa cúpula, Pedro se sintió incómodo y se marchó.

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Esta anécdota pone de relieve un hecho histórico incuestionable: la degeneración por la que ha pasado el servicio de Pedro hasta convertirse en el «poder» espiritual y temporal casi omnímodo del «soberano del Estado de la ciudad del Vaticano», que es una de las principales funciones que ejerce actualmente el Papa, la ruptura producida entre la primitiva comunidad de creyentes y la actual organización de Estado que es la llamada «Iglesia universal».

La «corresponsabilidad» o «democracia interna» apenas ha pasado de ser una experiencia episcopal, que no ha salpicado ni siquiera de rebote a las bases de la Iglesia. Un último y significativo ejemplo de ello se encuentra en el método seguido para elegir al futuro pastor de la Iglesia universal: el cónclave, institución que corresponde a una práctica medieval. El cónclave más bien se parece a un Consejo de notables, de aristócratas, ya que los cardenales reunidos -únicos electores- aparecen como «príncipes de la Iglesia» sin ninguna representación del pueblo de Dios. Este sistema de elección, decrépito y que no tiene correspondencia en las formas democráticas de nuestra sociedad, revela la dimensión piramidal y autoritaria de la institución católica. Por eso, cuando algunos cardenales han declarado recientemente que en hipótesis puede ser elegido como Papa cualquier creyente, provocan la risa de los cristianos que se sienten como espectadores mudos y como ovejas sumisas sin posibilidad de decir su palabra con eficacia real. ¿Puede el tan invocado Espíritu Santo cerrarse a cal y canto en una asamblea de notables tan pintoresca y dejar en penumbra al resto de los creyentes?

Creo que no se puede seguir apelando al Espíritu Santo para encubrir una serie de intereses políticos e, incluso, de ambiciones personales al margen del Evangelio y del pueblo. No se puede seguir apelando al Espíritu, que sopla donde quiere y es espíritu de libertad, para continuar ejerciendo un poder político-reIigioso que coarte la libre expresión de la fe de millones de creyentes.

El planteamiento de la elección de un nuevo Papa cambiaría, si se partiera de otras bases totalmente distantes tanto de las intrigas cardenalicias como de los espejismos de los cristianos bienintencionados. La Iglesia es -o debe ser- una utopía de esperanza y fraternidad, y, como tal. se ha realizado y sigue realizándose a través de todos los movimientos y comunidades cristianas que trabajan y luchan a tono con el Evangelio como fuerza de empancipación, con la modernidad como espacio de libertad y con el pueblo entendido como conjunto de clases sociales e individuos que carecen del tener, saber y poder.

Esta utopía no puede ser domesticada por ninguna clase de poder, ni siquiera del poder religioso, que carece deba se en el plano cristiano, ya que la fraternidad no sigue las reglas de juego de ninguna sociedad jerarquizada; ¡cuanto menos si se admite la presencia y actuación del Espíritu!

En este contexto, me parece incorrecto el planteamiento que se está haciendo entre los cardenales: ¿Qué Papa necesita hoy la Iglesia?, porque parte de una imagen deformada e invertida de la Iglesia. El interrogante tendría que ser otro: ¿Qué pastor en clave de servicio necesita la comunidad de creyentes para rescatar su imagen utópica en la línea antes descrita?

La respuesta no puede concretarse en una especie de retrato-robot, en un proyecto ya dibujado y perfilado por la práctica de quienes bregan en los quehaceres diarios de la fe popular y evangélica. En tales coordenadas, la pluralista comu nidad de creyentes reclama, en primer lugar, un pastor nómada (aunque con un nomadismo distinto del de Abraham) e itinerante -con toda la carga bíblica de esta palabra- capaz de coordinar y animar con criterios abiertos la vida de las comunidades cristianas. Al mismo tiempo, un profeta «desclericalizado». que atice el fuego de la utopía, alimente la llama de la esperanza de los pobres (lo cual se traduce en la defensa práctica y teórica de sus derechos), abra caminos de liberación y apoye los ya abiertos, recupere la imagen de Pedro «el pescador» con riesgo de martirio, persecución y con voluntad de despoío de privilegios, rompa la jaula sofocante del Vaticano y sea viento de libertad. Su puesto no se encuentra en los sillones de las grandes asambleas donde se juegan los sofisticados destinos de los pueblos, sino en las incómodas, pero fraternas sillas donde se sientan los pobres que siguen creyendo todavía que la fe cristiana comunitaria es capaz de «mover montañas» y que Dios «desbarata los planes de los arrogantes, derriba del trono a los poderosos y exalta a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide de vacío» (Lucas 1, 51-53).

El reproche que puede hacerse a este enfoque es.el de hacer teología- ficción frente a la teología-de-lo-posible, que es la única válida. Sin embargo, creo que la teología-ficción es el método que más se corresponde con la práctica utópica de Jesús, con el relato de esa práctica q ue es el Evangelio y con el servicio de Pedro ».

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