La Administración pública es de todos
EL MINISTERIO de Hacienda ha realizado una persuasiva, eficaz y encomiable campana para que los españoles incorporen al decálogo de sus deberes ciudadanos el pago de sus impuestos. Cuando está próximo a cumplirse el plazo para la declaración del impuesto sobre la renta de las personas físicas -la fecha límite es el 31 de julio-, parece obligado señalar que la frase «Ahora Hacienda somos todos» es algo más que una imagen publicitaria, ya que apunta hacia el hecho evidente de que las prestaciones y los servicios financiados con el gasto público, de los que son beneficiarios todos los ciudadanos, tienen como contrapartida la obligación de cada cual de contribuir, en la medida de sus posibilidades y en proporción a sus ingresos, a sufragar esos fondos colectivos.Durante muchos años esa muestra de insolidaridad frente a la colectividad que es la defraudación fiscal podía disfrazarse, a medio camino entre la buena fe y la mala conciencia, con el argumento de que las Cortes orgánicas no ejercían el menor control sobre el gasto presupuestario, manejado y despilfarrado por algunos sectores de la Administración sin más criterio que la simulación de la eficiencia, el, reparto de mercedes y el gusto por la megalomanía. Pero si ni aún durante las épocas en que el gasto público era utilizado para construir monumentos faraónicos, financiar empresas públicas inviables o alimentar intereses privados inconfesables, la coartada defraudatoria tenía demasiada, plausibilidad, la existencia de un Parlamento democrático priva de esa justificación a la evasión fiscal.
Tampoco resulta válida la excusa de que, al fin y al cabo, los ingresos fiscales procedentes del impuesto sobre la renta de las personas físicas constituyen una parte ínfima de la recaudación global. Y todavía menos el argumento, aunque esté basado en hechos ciertos y en realidades escandalosas, de que son fundamentalmente las rentas intermedias, originadas por actividades sujetas al impuesto sobre el rendimiento del trabajo personal, las que dan lugar a declaraciones veraces, mientras que los ingresos supermillonarios se disfrazan con ayuda de subterfugios legales o mediante la simple ocultación. La única solución para una colectividad democrática es que paguen todos, y para exigir, con plena legitimidad, que los topos de la defraudación fiscal abandonen sus escondites de cuarenta años es preciso que cada cual cumpla, antes, sus deberes para con Hacienda.
En este sentido, la decisión del Congreso de autorizar la publicidad de las declaraciones sobre la renta puede ser un factor importante para que la lucha contra el fraude fiscal sea más preventiva que represiva. Los inspectores de Hacienda podrán ver facilitada su labor, y quizá descargadas sus tareas, si el temor a la publicación en los medios de comunicación de algunas declaraciones disuade a los defraudadores de disfrazar entre andrajos su opulencia. No se trata, por supuesto, de restablecer el Tribunal de la Inquisición, al que tan aficionados hemos sido los españoles, para dedicarlo, esta vez, a la persecución del fraudefiscal mediante denuncias de los buenos, contribuyentes, que asumirían ahora el papel de los cristianos viejos. Simplemente, cabe esperar que el sentido de la propia dignidad y la prevención contra el deterioro de la imagen pública refuerce la conciencia de ciudadanía de quienes, al declarar ingresos por debajo de sus rentas reales, no sólo defraudan a Hacienda, sino que desmoralizan a los profesionales, funcionarios y empleados que cumplen con sus deberes fiscales.
Este es un paso necesario para hacer verdad la consigna «Ahora Hacienda somos todos». Pero no es el único. Al Parlamento democrático corresponde la aprobación y el control del presupuesto; y no debe hacerlo, como a finales de 1977, a prisa y corriendo. Por lo demás, la Administración pública no es propiedad de los funcionarios que desempeñan la titularidad de sus órganos, sino patrimonio de todos los españoles. En esta perspectiva, la ley de Bases para la Función Pública, cuyo proyecto fue examinado ayer en el Consejo de Ministros, ofrece, en una primera lectura, motivos para pensar que se trata de un serio y loable esfuerzo para reordenar con eficacia y racionalidad la Administración pública y para poner fin de una vez a escandalosas situaciones de privilegio como las creadas por cuerpos que se benefician de cajas especiales alimentadas por tasas, distribuidas como si se tratase de un botín entre sus miembros. Durante el anterior régimen, las posibilidades de combatir esa práctica feudal eran inexistentes por la sencilla razón de que sus beneficiarios formaban parte de la, espina dorsal de la Administración pública; se daba así la paradoja de que los defensores de la centralización, la intervención y la autonomía del Estado'frente a la sociedad obtenían de ésta recursos que se perdían antes de llegar al Tesoro e ingresaban en bolsas gremiales, no menos privadas por llevar el rótulo del cuerpo en vez de la lista individualizada de su escalafón. Otros cuerpos privilegiados, aquellos que venden .como si se tratara de servicios profesionales de particulares, el ejercicio de la función pública, también fueron una cantera lo suficientemente importante del aparato estatal como para actuar como grupos de presión que hicieron no sólo inviable, sino incluso impensable, la reforma de procedimientos más propios de la Edad Media que de la época contemporánea. Ni que decir tiene que estos juicios sobre los cuerpos privilegiados no son sólo expresados desde fuera de los mismos; no faltan -abogados del Estado, notarios o registradores de la propiedad capaces de alcanzar el nivel de objetividad suficiente para formularlos.
Es de presumir que el proyecto de la ley de Bases de los Funcionarios Civiles de las Administraciones Públicas va a desatar una furiosa y pasional ofensiva de esos cuerpos de élite, incapaces de hacer pasar los intereses del Estado y de la comunidad por encima de sus elevados niveles de ingresos, procedentes de la sociedad pero extraídos gracias al lugar que ocupan en la esfera pública. Ahora bien, para que la frase «Hacienda somos todos» no sea un pensamiento desiderativo, sino una simple descripción, es necesario que el proyecto siga su curso y llegue al Parlamento. Con toda probabilidad, esas minorías heridas en sus privilegios librarán su última batalla en el Congreso y en el Senado;.pero lo grave sería que lograran su objetivo de perpetuar sus monopolios sin luz ni taquígrafos, en conspiraciones de despacho y sin arrastrar en su impopularidad a los grupos parlamentarios que se presten a servirles de portavoces.
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