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Cómo han entendido a Cataluña algunos catalanes famosos

He visto con algún detalle las ideas de Jaime Balmes sobre Cataluña, el sentido y los límites de lo que llamaba «provincialismo» o «espíritu provincial», su justificación dentro de la nación española, la con cocon conveniencia para Cataluña de «nacionalizarlo» y referirlo a la totalidad de España. Balmes murió en 1848, y sus agudos escritos políticos son del decenio de 1840. ¿Y después? ?¿Cómo se han sentido los pensadores políticos catalanes a lo largo del siglo XIX y ya dentro del nuestro? Sería de extraordinario interés una historia veraz de los pasos por los que se va llegando en Cataluña a posiciones que algunos quieren presentar como antiguas, arraigadas, válidas. Esa empresa excede absolutamente de mis posibilidades de todo orden: conocimientos, tiempo y vocación. Pero es tan atractiva, que no renuncio a dar algunas muestras, por si mueven a algún catalán a tratar adecuadamente terna tan delicado.Don Francisco Pi y Margall (1824-1901), de la misma generación que Víctor Balaguer, Juan Valera, Narciso Serra, Castelar, Cánovas, Echegaray, Alarcón, Pereda, republicano federal, persidente de la primera República, escribió poco después, en 1876, su famoso libro Las nacionalidades. En él dice, sobre el proceso histórico español, cosas que no suelen tenerse presentes. «Castilla fue, entre las naciones de España, la primera que perdió las libertados: las perdió en Villalar bajo el primer rey de la casa de Austria. Esclava, sirvió de instrumento para destruir las de los otros pueblos: acabó con las de Aragón y las de Cataluña baja el primero de los Borbones.» Este texto, aislado, parecería un antecedente de algunas posiciones recentísimas. Pero Pi y Margall añade: «Se dice que este rey, como Carlos I, odiaba esas libertades sólo porque impedían la unidad política; pero no es tampoco exacto. Carlos I, al paso que abolía las de Castilla, mantenía y respetaba las de los demás reinos, y Felipe V, al entrar en la Península, lejos de pensar en destruirlas, hasta ensanchó las de Cataluña. Aun después de la guerra de sucesión jamás se presentó hostil a las de los pueblos del Norte, a que poco ha me refería, con no ser de menos importancia. Determinaron en este punto la conducta de los dos monarcas la tendencia general de la autoridad al absolutismo y el deseo de castigar a los pueblos rebeldes.» Y en cuanto a las «naciones», Pi y Margall escribe. « No yerran menos los que buscan en la historia el principio de las nacionalidades. Nada hubo tan movedizo como las naciones de Europa... Sabemos todos lo que sucedió en España. En España se fueron organizando pequeños Estados a medida que se reconquistaba el suelo contra los musulmanes. Los musulmanes mismos desgarraron el califato de Córdoba y lo dividieron en emiratos independientes. No hubo aquí una sola nación hasta el año 1580; sesenta años después habría ya las de ahora: Portugal y España.»

Pi y Margall estudia el proceso de resistencia a la invasión francesa de 1808. La vivacidad de las regiones (provincias o comarcas, ayer naciones, dice él) le parece preciosa para la defensa. «Siglos de unión llevaban ya nuestras provincias al empezar la lucha por la Independencia: y, forzoso es consignarlo, ni aun al disgregarse dejaron de pensar en la unidad de la patria.»

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En cuanto a la función «nacional» de la lengua. Pi y Margall es bien explícito: «¡La identidad de lengua!¿Podrá ser nunca ésta un principio para determinar la formación ni la reorganización de los pueblos? ¡A qué contrasentido no nos conduciría! Portugal estaría justamente separado de España; Cataluña, Valencia, las islas Baleares deberían construir naciones independientes... En cambio, deberían venir a ser miembros de la nación española la mitad de la América del Mediodía, casi toda la del Centro y gran parte de la del Norte. Habrían de formar éstas, cuando menos, una sola república... ¡Qué de perturbaciones para el mundo! ¡Qué semillero de guerras!» Pero Pi y Margall no es de modo alguno unitario, y tiene bien presente la diversidad ligüistica; lo que pasa es que no le parece afectar para nada a la estructura nacional: «Subsiste en España, no solo la diversidad de leves, si no también la de lenguas. Se habla todavía en gallego, en bable, en vasco, en catalán, en mallorquín, en valenciano. Tienen estos idiomas, a excepción del vasco, el mismo origen que el de Castilla, y ninguno, sin embargo, ha caído en desuso. Lejos de caer, pasan hace años por una especie de renacimiento. Eran ayer vulgares, y hoy toman el carácter de literarios. Se escribe ahora en todos esos idiomas, principalmente en los latinos, poesías brillantes de especial índole y tendencia, donde predomina sobre todos los sentimientos el de la antigua patria. Se desentierran los cantos y aun los libros en prosa que en ellos compusieron hombres de otros siglos, y no bien se los publica, se los lee y devora. En catalán hasta se escribe y se ponen en escena dramas de no escaso mérito.»

Diez años después, en 1886, escribía España tal como es otro republicano catalán, autor del famoso libro Lo catalanisme, uno de los fundadores del catalanismo: Valentín Almirall (1841-1904), perteneciente a la generación que sigue a la de Pi y Margall, es decir, a la de Galdós, Giner de los Ríos, Azcárate, Verdaguer, Joaquín Costa, Almirall es exagerado, extremado, extremista. «Cataluña -dice Almirall- forma parte de la Península, ya que está separada de Francia por la barrera de los Pirineos, y por ello, geográficamente hablando, Cataluña ha de ser española. Además, las relaciones que ha mantenido durante siglos con las demás regiones de España han creado lazos de interés y de afectos recíprocos de tal índole que serían imposibles de romper.»

«En general, pues, los catalanes son tan españoles como los habitantes de las demás regiones de España, y lo son no solo por sentimiento, sino también por convencimiento. Debido a nuestra situación geográfica y, a nuestros antecedentes históricos, no podemos ser más que españoles. Tal es la opinión del que escribe estas líneas. Y en cuanto a nuestro patriotismo catalán, nadie puede ponerlo en duda, ya que lo hemos probado suficientemente en todas las coyunturas.» «Pero aun siendo tan español como el resto de nuestros compatriotas no nos ciega el patriotismo y no podenios ocultar que la decadencia de nuestra patria fue tan grande como lo había sido nuestra gloria.»

Pero Almirall no pasa por alto esta decadencia, y le encuentra un valor inesperado: «Si existe una nación que no tenga por qué sonrojarse por su decadencia, esa nación es la nuestra. En efecto, la caída de España fue su gran epopeya, epopeya que aún no han cantado sus poetas, aunque uno de ellos, nacido en Cataluña y escritor en lengua catalana, la haya advertido y nos la haga adivinar en algunas páginas de la Atlántida.» Pero Almirall es bien pesimista respecto a la situación de su tiempo; se han ensayado diversos sistemas políticos, «y hemos ido de mal en peor». Y concluye: «Sólo el sistema regional, representado por nuestro Renacimiento catalán, puede traer un principio de mejoría. Por eso lo preconizamos con fe, aunque sin demasiada esperanza.» (Los subrayados son míos.) Almirall es un regeneracionista, como su coetáneo Costa: su principio es la región desde la suya va a intentar plantear los problemas.

La conclusión de su estudio, que se parece tanto a los de Macías Picavea. Damián Isern, etcétera, con sus puntas de arbitrismo, parte de que «la nación española se encuentra hoy en plena caducidad», y afirma que «España no es una nación una, compuesta por un pueblo uniforme»; distingue en ella dos grupos: «el castellano y el vasco-aragonés o pirenaico». Ha predominado históricamente el primero; hay que ensayar otras posibilidades: destruir «el falso parlamentarismo», «la uniformidad y el autoritarismo centralizador», «y, por fin, destruir la preponderancia y el predominio exclusivo del grupo centro-meridional, compartiéndolos con el grupo pirenaico». «Sólo una armonía entre el espíritu generalizador castellano y el carácter analítico de las regiones que formaban la antigua confederación aragonesa puede dar la síntesis de una nueva organización del Estado que nos lleve a una vida politica y social diferente y nos eleve a los Ojos de las naciones cultivadas.»

Frente al catalanismo republicano, federalista, industrialista, urbano, va a aparecer el otro, tradicionalista, clerical, rural, antiliberal (y más aún, antisocialista), que va a intentar comprender Cataluña como identificada con una forma muy particular de catolicismo. La figura más representativa de esta tendencia es el obispo Josep Torras y Bages, autor de La tradició catalana (1892), libro de muy profunda, aunque hoy haya desaparecido de la superficie pública. Torras y Bages (1846-1916) era de la generación de Almirall. Es el momento en que se inicia una nueva tendencia, que se esconde porque va en contra de las pretensiones de los grupos políticos actuales. pero de la cual se han nutrido éstos esencialmente. Actitud netamente medievalista, que mira con malos ojos la época moderna entera, y muy particularmente la época en que se vive, que sustituye, por la misma razón, la Cataluña real por una soñada o fingida, y se embarca en la recreación de una historia posible que nunca aconteció. Es el origen de la interpretación quejumbrosa de Cataluña, como una nación frustrada y perpetuamente oprimida por alguien. Sus conexiones con el carlismo son muy próximas (léase Paz en la guerra, de Unamuno, el libro más penetrante que conozco sobre el carlismo y sobre el País Vasco a un tiempo). De ahí es de donde nace el «nacionalismo» catalán, que hoy se nos sirve en una versión «izquierdista», a la moda del tiempo, que intenta olvidar sus orígenes.

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