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Transportes, ausente

Ciento tres féretros, irregularmente alineados en dos hileras sobre el pedregoso sendero del cementerio municipal de Tortosa, con los restos de ciudadanos de varios países que habían elegido España como punto de esparcimiento vacacional son, en definitiva, el testimonio más patético, lo único realmente irremediable de la mayor tragedia turística que se recuerda. La patética visión de los cuerpos irreconocibles de las víctimas o la fantasmagórica desolación del que fuera uno de los más concurridos campings de la Costa Dorada quedará probablemente largo tiempo en el subconsciente de quienes, por unas u otras razones, hayan estado cerca del desastre. No debiera quedar, sin embargo, como una más de las inevitables secuelas la importante acumulación de incógnitas y deficiencias detectadas en las 48 horas inmediatas al mediodía del martes 11 de julio.No deja de resultar indignante que los auténticos motivos por los que doscientos seres humanos han perdido la vida sigan siendo una incógnita en estos momentos y ninguna voz oficial autorizada haya siquiera informado de si el propileno mortal era transportado de acuerdo a las escuálidas normas de seguridad que señala la legislación vigente. Resulta cómico, si no fuera por lo dramático, que hayan tenido que ser los gobernadores civiles de dos provincias catalanas -Tarragona y Barcelona- los que, por su cuenta y riesgo, y probablemente sin atribuciones para ello, determinen la obligatoriedad de tránsito de materiales peligrosos por las autopistas, secundando así las declaraciones del presidente de la Generalidad catalana, señor Tarradellas, formuladas en el mismo escenario de los sucesos. ¿Qué hace, piensa o para qué sirve el Ministerio de Transportes y Comunicaciones?

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Es cierto que existió un determinado grado de caos y falta de coordinación entre todos los estamentos responsables a la hora de organizar el rescate de las víctimas. No lo es menos que la dotación hospitalaria de Tarragona se ha revelado insuficiente y que, aunque tarde, parece que alguno de los responsables del ordenamiento sanitario ha caído en la cuenta de que el primer núcleo de industria petroquímica del país carece de un centro de asistencia a quemados. Igual que han reconocido que cerca de 800.000 turistas merecen siquiera ser tenidos en cuenta a la hora de planificar las dotaciones asistenciales. Quizá como símbolo y ojalá que como indicativo avance, el semioculto titular de Sanidad y Seguridad Social compareció en el escenario del desastre, aunque no se prodigó en manifestaciones.

También hay que reconocer que este país no ha sido capaz de arbitrar una auténtica política turística y que, de alguna manera, el comportamiento de la Administración se reduce a emitir vistosos folletos propagandísticos y recaudar impuestos, contando cada año con que la afluencia de visitantes sirva para equilibrar la depauperada balanza de pagos. Pero el máximo responsable de la Administración en materia turística, el secretario de Estado, Ignacio Aguirre, estuvo allí y reconoció que la situación del camping siniestrado era irregular y que sus servicios provinciales habían sido incapaces de detectar una quintuplicación de capacidad real en su superficie.

Sin embargo, ningún responsable del Ministerio de Transportes, ni siquiera a nivel provincial, compareció ante la opinión pública para dirimir su grado de responsabilidad en el accidente o las que, dentro de sus competencias, correspondan a la empresa propietaria del camión. Tampoco parece que en este país existan en la Administración expertos capaces de determinar las causas de tamaño siniestro. O si los hay cabe preguntarse qué función desempeñan. La vaciedad de realizaciones del Ministerio de Transportes -excepción hecha del Metro madrileño- debería ser revelador preludio de su papel en este caso. Nunca hubiera pensado que hasta este punto.

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