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Ha muerto Alfonso Paso

Esplendor y decadencia de una tragicomedia

La carrera autoral de Alfonso Paso, desde el estreno de Un tic-tac de reloj, el 31 de enero de 1946, hasta el de En pelota viva, para un café-teatro madrileño, es larga y ha conocido diversos niveles tanto si nos atenemos al valor de las obras como al prestigio del autor y a su misma imagen ideológica. Es, por lo demás, una carrera que tiene, al margen de cualquier consideración literaria, un gran interés sociológico, por cuanto refleja -a través del «ascenso» y «caída» del autor- el proceso sufrido por nuestra pequeña burguesía a lo largo de más de un cuarto de siglo.Recordemos que Alfonso Paso formó parte de Arte Nuevo, grupo renovador y fundamental del teatro madrileño de la segunda mitad de los años cuarenta. En el ámbito de ese movimiento -que contó también con Alfonso Sastre- estrenó diversas piezas en un solo acto que se caracterizaban por plantear, dentro de su levedad, situaciones y tratamientos insólitos, propios de un autor que no parecía dispuesto a seguir los caminos trillados. Estrenó luego con el TEU, y su segunda obra larga, Una bomba llamada Abelardo, la montó el Teatro Popular Universitario (6 de mayo de 1953), compañía que ha quedado en la historia del teatro español de aquellos años por los estrenos de Escuadra hacia la muerte, Tres sombreros de copa y la obra de Paso. Del 49 y 50 son también varias puestas en escena de Alfonso Paso, entre las que merecen recodarse cuatro piezas breves de Williams; El segador, de Azorín, y Ligazón, de Valle Inclán.

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Un virtuoso aficionado a lo vulgar

Este era el Paso que yo conocí. Un Paso que si reivindicaba la «tradición cómica» encarnada un día por su padre, Antonio Paso, se entusiasmaba hablando de Priestley, defendía el humor de Jardiel y estaba al tanto del teatro moderno. Un Paso lleno de curiosidad que formó parte, sin que sorprendiera a nadie, del primer consejo de redacción de la revista Primer Acto...

Pero Alfonso Paso tenía un problema que, a mi modo de ver, acabó siendo primordial y dominante: necesitaba el éxito a toda costa, sentía que, de no producirse, su misma condición de «hombre de teatro» estaba en entredicho. Inmerso en una familia teatral, Alfonso pensaba que era preciso «ganarle la batalla» al público, estrenar y ser aclamado, aparecer diariamente en los periódicos, ver sus obras disputadas entre las compañías, para que así su papel de «autor» resultara real e incuestionable.

Para el joven Alfonso Paso la opinión que el público teatral español de su época le merece no es más halagüeña. En uno de sus artículos de Primer Acto escribe: «Hay piezas compuestas con el propósito de halagar el gusto más reprochable. Es cierto. Pero no tanto como creemos. ¿Quién retarda este proceso evolutivo, lógico? ¿Quién es el mayor culpable de este retraso? Sin ninguna duda, el público, hablando en términos generales, es decir, el terreno que el autor pisa. Público, en su mayoría, despreocupado, a quien le escuece la verdad. Público formado, también en su mayoría, por mujeres, a las que interesan mucho más las desventuras de una casada infeliz que cualquier otro problema denso y real... Si a la clase media se mezcla una clase advenediza, compuesta por gentes sin escrúpulos, enriquecida en el negocio y educada en le más puro y negro de los egoísmos, el cataclismo es seguro. Tal, a mi entender, ha sucedido en España, donde, no lo olvidemos, es por tradición el público el que hace al autor y no, como en Inglaterra o Francia, el autor quien hace al público.»

Con más rigor todavía que en el caso de Benavente también la autocrítica del futuro estaba hecha. Y, naturalmente, la justificación.

En un principio -Veneno para mi marido (30-12-53), Mónica (28-9-56), Cuarenta y ocho horas de felicidad (25-10-56)- Alfonso pensó que podría ser «fiel a sí mismo» desde dentro de la fortaleza conquistada. Ese es, en definitiva, el falso sueño de tantas componendas. Se trata de encontrar un lenguaje equívoco que divierta a unos y haga pensar a otros, que parezca sólo imaginativo e ingenioso al público conservador y que contenga, sin embargo, otro sentido. Equivocidas ésta qué, si cabe plantear coyunturalmente en circunstancias excepcionales e insuperables -buena parte de nuestro teatro de la izquierda hubo de acogerse a esos dos niveles de lectura para intentar sortear los obstáculos de censura-, resalta insostenible a corto plazo cuando responde a un cálculo interesado y voluntario. En última instancia, Alfonso Paso sorteó el problema con sus primeras comedias de éxito, que a todo el mundo le parecieron escritas con gracia teatral y un civilizado tono humorístico. Pero al llegar a Lo siento, señor Garcia (8-2-57), las cosas se le complicaron y fue muy evidente que a los defensores del Paso más joven les gustaba justamente aquello que irritaba a sus nuevos admiradores. El problema fue aún más grave en su estreno siguiente: Los pobrecitos, en el María Guerrero, la noche del 29 de marzo de 1957. Y de nuevo se produjo una significativa discrepancia en el juicio. Mientras muchos la declarábamos la mejor obra de Alfonso Paso -viendo en ella una razón para seguir confiando en el autor y para recordar los méritos juveniles de Claudio de la Torre, el director de teatro-, otros la menospreciaban, aunque en ello no dejara de reflejarse un choque ideológico. Los pobrecitos contenía una visión más bien amarga de la sociedad española -¡tiempos aquellos en que el simple hecho de sacar a escena gentes humildes sin ánimo de que nos hicieran reír ya parecía subversivo!-, era una tragicomedia antes que una comedia, y la misma Administración, en una época en que procuraba mantener una imagen de éxito en los teatros nacionales, retiró la obra con cierta celeridad. El repliegue posterior de Alfonso Paso es ya evidente. El equívoco es cada vez más imposible. Y su voluntad de éxito, la necesidad de acuerdo con ese público de la época, definido por él con tanta dureza, guía más y más su trayectoria. Catalina no es formal, es un intento, más o menos consciente, de justificación. En el personaje de la emperatriz de Rusia, casada con un imbécil por razón de Estado, expresa Alfonso Paso su propio problema. También el, para ser autor, ha tenido que casarse con el público, y también él, como Catalina, acepta la situación por pura estrategia e intenta no sucumbir en ella.

Tras su nueva incursión en el humor negro, Paso encuentra en Juicio contra un sinvergüenza (26-9-58) quizá la última oportunidad de conciliar a sus dos publicos. La obra es una requisitoria contra la corrupción de ciertos personajes de las clases altas; sóloque el caso elegido resulta, por sumisma excepcionalidad y el modo de presentarlo, una exculpación para quienes, en parecidas circunstancias sociales, actúen deforma regular. El problema deja de ser de clases para ser de individuos, aunque -y ese sería el talento estratégico del autor- al centrarse en un millonario halague tanto a la clase media como a las clases populares, como a cualquier financiero que no sea un sivergüenza. No hay novedad, doña Adela (abril del 59) volvió a situar a Alfonso Paso ante un dilema que, a mi modo de ver, zanjó definitivamente con la polémica que siguió al estreno de La boda de la chica, el 8 de enero de 1960. Aparecía en esta tragicomedia la humillante relación de clases, cosa que, naturalmente, resultó desagradable para un sector de la crítica y para todo el público conservador. Ante la desesperación de quienes habíamos defendido la obra, Alfonso Paso, dispuesto a congraciarse definitivamente con ese público y esa crítica, escribió: «"La boda de la chica" no entraña ninguna protesta no señala ningún defecto social: no va más allá de su propio plano, no suscita ulteriores consideraciones. Está ahí, quieta, extendida, perfectamente clara. Y lo que dice lo dice de modo tan diáfano, que se necesita estar muy deformado para no entenderlo. Si ante "La boda de la chica" nos hacemos terribles preguntas, debo advertir a ustedes que igual nos las podemos hacer ante miles de cosas. No es el objeto quien nos obliga a meditar, en este caso, sino algo interior, en nuestra conciencia, que "La boda de la chica" pone en marcha sin pretenderlo.» ¿No es tremendo que un autor se disculpe de que ante su obra el público español se haga «terribles preguntas»?

A partir de ahí, los restos de ambigüedad se resuelven claramente en un solo sentido. Un crítico como Alfredo Marqueríe, que le había atacado en épocas anteriores, se convierte en su máximo apologista. Se le llega a comparar seriamente con Lope de Vega, y Paso dedica una obra, El mejor mozo de España, a demostrarlo. Durante varias temporadas -exactamente hasta la vuelta de Casona, que fue quien le desbancó- sus obras ocupan simultáneamente varios escenarios madrileños. Es ya el «autor de gran éxito», que quiso ser. Y no se conforma con divertir al público, tal como apuntaba la herencia familiar -y en cuya vertiente ha dejado Paso varias ingeniosas comedias-, sino que va sermoneándole más y más, exponiendo las respuestas ideológicas que ese público necesita ante el deterioro de las instituciones y la presencia de nuevos conflictos. Luego, en un proceso ciertamente rápido, Alfonso Paso se eclipsa. Primero intenta los grandes reportajes y entrevistas. Luego se pierde un poco en comentarios vidriosos que no hacen sino certificar su definitiva adscripción a ese campo social e ideológico adonde fue un día en busca del éxito.

No es ésta la ocasión de asomarse al contenido de ese centenar largo de comedias y a esos incontables artículos que cubren el explendor y decadencia de Alfonso Paso. Yo quería referirme a su primera etapa, a aquella en que, pudiendo ser otro autor y estando lleno de talento, vino a caer en la expresión teatral de ese público que él despreciaba, pero al que tenía que servir.

Esa ha sido su tragicomedia de autor. Hoy le sobreviven la media docena de obras que menos complacieron a ese público que, como él escribió una vez, es el «que hace» aquí a los dramaturgos de éxito y de un modo profundo, acabó «haciéndole a él».

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