Intereses y lecciones
Se han repuesto en Madrid, entre otros títulos de la repesca que nos caracteriza, dos textos de buena memoria: Los intereses creados y Lecciones de matrimonio. Actores de solvencia profesional indiscutible se han sumado a la aventura de ofrecer un nuevo frente a la monótona oferta de nuestras carteleras. Pero hay que tomar estas iniciativas como lo que realmente son: unas reconstrucciones enternecidas del antiguo y «bondadoso» mundo teatral. Esto es muy visible en la ternura de los decorados, en la leve ironía de los vestuarios y en la marcación indicada a los actores, cuyos movimientos tienen un suave encanto arcaico y remoto.Las Lecciones de matrimonio, habilísimamente rehabilitadas por Conchita Montes, representan muy bien el humor de recibo hace veinte años. Este humor, en su forma verbal y en su manejo de las situaciones, así como en el contrapunto de la pareja conferenciante, constituye hoy un curioso documento que ilumina bastantes cosas de la sociedad que en su día lo rió y aplaudió y hasta de la Adminístración que se escandalizó y dejó caer aquí y allá los trazos humillantes de su rojo lápiz censor. Hoy, la carga crítica que subyace en el texto es de una levedad que sólo suscita la simpatía de las complicidades benévolas. María Luisa Merlo, muy cercana al humor de Conchita, dice muy bien su texto. Francisco Piquer se divierte en su papel. No entendí una palabra de cuanto dijo la señorita Tovar. Lo más pasado de todo, Leslie Stevens.
Y lo menos pasado de Los intereses creados, el texto de Benavente. Una espléndida comedia de hace setenta años que rompió el paredón levantado por los dramas de Echegaray y colocó sobre la escena española una forma nueva de entender el teatro. Crispín es uno de los grandes, grandes papeles de la historia dramática española. Rodero le tiene antiguo afecto y se explica. El actor lo entiende en todo su cinismo, su acentuación politicosocial y su fortaleza escénica. Nadie le sigue, a su nivel, en esta reposición del gran texto. Es una pena. Los intereses creados merecen una profunda revisión y un análisis más acorde con la estética de nuestros días. Pero esto, claro, ha de insertarse en el tema general de la incapacidad española para conservar y consolidar un repertorio, transmitir unas tradiciones y establecer un catálogo de la literatura dramática válida. Sin duda «los intereses creados» impiden esos reposos y esas meditaciones. Me alegro mucho de que, en un año, en el Centro Cultural de la Villa de Madrid haya podido oírse a Crispín y a «la Malquerida», que son dos personajes de bandera. Estaría más contento si esas reposiciones fuesen una tradición y no un recurso. Si se pensase más en lo que tienen de «lección» que en lo que encierran de «interés».
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