La agricultura española y la Comunidad Económica Europea
Ingeniero agrónomo
La visita del presidente de la República francesa es, qué duda cabe, el paso más importante de los que se han dado en el proceso de normalización en las relaciones europeas de la nueva democracia española. Desde una perspectiva política España es ya una más de las democracias liberales de Europa occidental, no en balde Francia ha sido y parece que pretende seguir siendo la llave de paso de España a Europa.
Traducido a términos más concretos, esto quiere decir que España puede entrar, desde luego no sin condiciones, en la Comunidad Económica Europea. Sin embargo, en unas declaraciones concedidas a RTVE, momentos antes de iniciar su viaje oficial a España, el propio presidente de los franceses reconocía que existen dificultades de tipo económico que enturbian las muy buenas relaciones políticas para que esa integración sea realidad. Esta tesis se basa precisamente en que la agricultura española, debido a su alta competitividad, puede perjudicar seriamente los intereses de los agricultores de las regiones mediterráneas de la CEE. Es un temor que ya venía sonando pero que con el viaje de Giscard tiene su confirmación oficial.
La moderna y por lo que se ve agresiva y poderosa agricultura española se ha venido a convertir en el «coco de Europa». Algo así como la sucesora histórica del duque de Alba.
Un momento de reflexión sobre esta cuestión provoca interrogantes y no pocas dudas sobre lo que de cierto y falso hay en estas tesis de Estado mantenidas actualmente en varias cancillerías europeas sobre la agricultura española.
Sin querer caer en prácticas demagógicas y sin negar lo que es evidente: que la agricultura española de 1978 no es comparable por sus niveles de desarrollo con la de etapa anterior alguna, no puedo por menos que mostrarme sorprendido y atónito como agrónomo y como ciudadano.
No hay día del año en que una parte importante de la prensa de este país no venga dedicada a recoger noticias y comentarios sobre la crisis de la agricultura española, sobre la marginación del campesino y sobre la necesidad imperiosa de una forma u otra de reforma agraria. La realidad es más grave cuando a lo que se hace referencia es al medio rural, desatendido y sin posibilidades de autofinanciarse una sola actividad. Se pide ayuda a la ciudad, allí está el dinero, allí está la toma de decisiones.
Pero no es sólo el agricultor el que cree que las cosas no andan muy bien. Un simple repaso a algunos datos elementales pone también de manifiesto que las dificultades del sector agrario son ciertas y graves. El ya crónico déficit en la balanza comercial agraria, cuya tasa de cobertura viene siendo en los últimos años la más baja de este siglo; los niveles de renta de los empresarios agrarios muy bajos comparativamente a los de otras actividades, incluso algunos agricultores familiares tienen una remuneración inferior a los asalariados agrícolas, y fundamentalmente la profunda desilusión que puede observarse en todas aquellas personas que, agricultores o no, tienen alguna relación con la agricultura.
Sería prolijo el realizar una enumeración de problemas del campo, pero son tantos que en esta tesis de la agricultura cada vez hay menos personas que quieran vivir o entender.
¿Qué fenómeno repentino se ha producido para que «la cenicienta» de. nuestra economía se ha ya convertido por un toque de varita mágica en la princesa querida y repudiada a la vez en Europa?
La política agraria de la década de los sesenta apoyó las producciones que priman en Europa y que, por tanto, son menos competitivas cara a la adhesión de España a las Comunidades. El desarrollo del sector avícola y porcino, las líneas de ayuda a la acción concertada entre el Estado y los ganaderos para el cebo de ganado vacuno y la progresiva extensión del cultivo de la remolacha y los cereales, especialmente trigo blando y cebada, contrastan con la prohibición del plante de vides, la caída del cultivo de algodón, los perennes problemas del aceite de oliva y la marcha por libre del sector frutero-hortícola, cuyos rendimientos están ya situados a nivel europeo y cuyo incremento de producción a gran escala es ciertamente difícil a no ser que cultivemos agrios en la sierra de Gredos.
Cabe esperar del viaje del presidente francés un poco de luz sobre estos temas, que hacen aparecer las tesis europeas como poco sólidas o al menos incoherentes con la realidad del campesinado español.
Muchas regiones están mostrando su preocupación por lo que para ellos pudiera significar la entrada de España en Europa en materia agraria. Hay también un consenso generalizado sobre la mala situación de la cuestión agraria en la España de 1978. En Andalucía se han vuelto a ocupar fincas. Las carteras de Agricultura en los Gobiernos preautonómicos son plato de segunda boca. El campo para los viejos y los tontos podría ser un eslogan que defina una realidad social de la década de los setenta.
Difícil, muy difícil, es no sorprenderse ante la magnificencia de la agricultura española a ojos de los europeos. Si tan poderosa es la agricultura española y tan boyante su situación, ¿dónde están los beneficios? Desde luego, entre los campesinos españoles, no. ¿Se les dice esto a los campesinos franceses y europeos cuando van a votar?
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