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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Por la senda constitucional

ANOCHE QUEDO dictaminado el proyecto constitucional, cuyos debates comenzaron el pasado 5 de marzo. No se puede decir ni que el ritmo de los debates ni el desarrollo de las discusionesy negociaciones hayan estado a la altura deseable. Pero el momento del parto no es, quizá, la ocasión más propicia para criticar a los actores del feliz acontecimiento, sobre todo cuando la criatura recién nacida, aunque no resulte del todo sana y bien configurada, no puede ser calificada con excesivo esquematismo.Sin embargo, el fin de los debates en la comisión del Congreso no significa, formalmente, que la Constitución se halle lista para ser sometida a referéndum popular. Todavía queda, en el ámbito de competencias de la Cámara Baja, el paso por el Pleno, que presumiblemente hará suyo, salvo enmiendas de última hora pactadas entre los partidos o votaciones en que pueda operar la cláusula de la libertad de conciencia (así, a propósito de la constitucionalización de la abolición de la pena de muerte), el trabajoso acuerdo alcanzado, primero en la ponencia, y luego en la comisión, por los representantes de las grandes formaciones políticas.

Habrá, luego, que escuchar las voces y registrar los votos de los senadores. No resulta fácil predecir el tratamiento que va a dispensar la Cámara Alta al texto constitucional ya aprobado por el Congreso. Por un lado, los senadores ucedistas y socialistas, que ocupan la abrumadora mayoría de los escaños elegidos por sufragio popular y los dos tercios de la Cámara entera, se deben a la disciplina de sus partidos, y tendrían que respetar, al menos en teoría, los acuerdos a los que han llegado los estados mayores de sus organizaciones en el Congreso. La tentación en que puede caer el Gobierno, esto es, aprovechar su mejor posición relativa en el Senado para tomar ventaja en aquellos puntos y cuestiones sobre los que hizo concesiones en el Congreso, sería simplemente catastrófica: destruiría de raíz un'elemento tan importante para nuestra futura convivencia como es la confianza mutua en la palabra dada entre los líderes políticos, y alentaría el abstencionismo o incluso el voto negativo en el referéndum constitucional.

Esa tentación puede ser alimentada por la presencia en la Cámara Alta de senadores elegidos por sufragio universal, pero cuyas ideologías o siglas no están representadas en el Congreso, y de senadores nombrados directamente por el Rey por sus méritos académicós o por su representatividad social o institucional. Estos senadores se enfrentan con un difícil dilema. Por un lado, el disparate cometido por la ley de Reforma Política al equiparar a ambas Cámaras en las tareas constituyentes y legislativas les concede, en una interpretación estricta de los textos, los mismos derechos y atribuciones que a los congresistas. Por otro, el funcionamiento real de las instituciones parlamentarias ha privilegiado a la Cámara Baja, cuyos miembros han sido elegidos íntegramente por sufragio universal y según criterios de proporcionalidad más o menos corregidos y que sirve de lugar de encuentro y de pacto para los líderes de los cuatro grandes partidos que situaron en las candidaturas para el Congreso a sus figuras más representativas.

El «patriotismo» senatorial puede llevar a los componentes de la Cámara Alta, protegidos por la ley de Reforma Política, a tratar de reproducir en su seno, paso por paso, dilación por dilación y pacto por pacto, las mismas vicisitudes que ha padecido el anteproyecto en el Congreso. El reconocimiento del protagonismo de los partidos en las sociedades modernas, las recortadás atribuciones del Senado en la próxima legislatura, la evidencia de que la aprobación de la Constitución es muy urgente para la consolidación de la democracia en España, y la superior legitimidad representativa que implica el sistema de elección del Congreso, son argumentos que deberían prevalecer sobre los deseos de los senadores de participar, en estricto pie de igualdad, con los diputados en la elaboración del texto constitucional. Por lo demás, si a los senadores de UCD les acomete el repentino e incontenible desvelo de amparar el derecho de sus colegas sin adscripción partidaria a pasar por la moviola el texto del anteproyecto aprobado por el Congreso, sólo los muy inocentes podrían dejar de atribuirlo a órdenes recibidas desde el palacio de la Moncloa.

En estos momentos, la cuestión prioritaria es que la Constitución entre en vigor lo más pronto posible. El texto aprobado por la comisión del Congreso posee evidentes defectos y contiene numerosas lagunas que sólo las leyes orgánicas -más de cincuenta- podrán colmar. Pero esas inperfecciones y carencia no son consecuencia, en su inmensa mayoría, de la falta de inteligencia o de la cortedad de miras de quienes han participado en su redacción, sino el resultado del esfuerzo por conseguir un texto con el que puedan gobernar tanto la derecha civilizada como la izquierda respetuosa del sistema pluralista. Si bien cabe atribuir a torpeza expresiva o a confusión teórica algunas frases o pasajes desafortunados, lo cierto es que la mayor responsabilidad de la laxitud conceptual y de las ambigüedades terminológicas del texto incumbe a la búsqueda de consenso entre las corrientes políticas con mayor peso electoral en el país. Si no mediara la urgencia de celebrar cuanto antes el referéndum constitucional, la desmesurada.estirna que puedan sentir algunos miembros de la Cámara Alta sobre su capacidad y valor como pedagogos sería una inofensiva ingenuidad, a medio camino entre el descubrimiento del Mediterráneo y el gusto por la obviedad, sin otra consecuencia que mostrar su escasa familiaridad con los mecanismos de formación de las decisiones políticas en las sociedades pluralistas, en las que las negociaciones entre los intereses y las ideologías de los grupos y las clases en conflicto no siempre desembocan en acuerdos formulados de manera clara e inequívoca. Pero en los momentos en que actualmente vivimos, con la ofensiva desatada desde la extrema derecha y la extrema izquierda para impedir que la democracia española pueda asentarse sobre un texto constitucional aprobado por la gran mayoría del electorado, las dilaciones en el trabajo constituyente, aunque estén movidas por la buena voluntad y se hallen amparadas por la letra de la ley, serían un flaco servicio a los intereses de la Monarquía parlamentaria, de las instituciones pluralistas y de la sociedad española.

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