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La nacion catalana

Con motivo de la discusión sobre los términos con que han de ser designados en la Constitución los diversos territorios que han de ser objeto de reconocimiento de una personalidad autónoma, se ha promovido una discusión que ha llegado a extremos casi pintorescos. No pretendo aquí reanudarla desde todos sus aspectos. Pero sí que me interesa salir al paso de unas afirmaciones que, respecto a Cataluña, carecen en absoluto de realidad y aun de sentido. Se ha llegado a decir que Cataluña no fue nunca una «nación» y que, por lo menos, dejó de serlo a partir del matrimonio de los Reyes Católicos, es decir, del momento en que se realizó la «unión personal» de las coronas debido a dicho matrimonio. Al decirlo se ha olvidado que, muerta la reina Isabel, su viudo, Fernando, contrajo nuevo matrimonio con Germana de Foix con el propósito de que, mediante un heredero, la unión de las coronas quedara revocada. El hecho no pudo producirse. Pero, fuese como fuese, el hecho demuestra que la personalidad de Cataluña como «nación» subsistía íntegramente.Hasta el punto de que, en 1640 y conjuntamente con Portugal, también unido a Castilla por un juego dinástico posterior. Cataluña se alzó con el propósito de recuperar su personalidad independiente. Y, pasado algún tiempo, hasta el punto de reconocer como rey al que lo era de Francia.

Portugal consiguió su objetivo quizá porque por razones geográficas pudo y supo aliarse con Inglaterra -hecho confirmado más tarde, en 1702- y Cataluña prosiguió la lucha quizá porque se dio cuenta del agudo «centralismo» francés, al recibir nueve años más tarde el ofrecimiento de Felipe IV de respetar sus constituciones, Cataluña volvió a aceptar como rey propio al que lo era en Castilla. Pero la distinción entre las dos personalidades racionales se mantuvo intacta. Por aquellos mismos años, el cardenal de Retz, en sus famosísimas «memorias», recordaba que en algúnmomentó sólo dos reyes europeos no eran reyes absolutos, en el sentido de que reinaban sometidos a las leyes de su país, y que estos reyes eran los de Inglaterra y «de Aragón», es decir, este último, el que lo fue de la antigua confederación catalano-aragonesa. cuyas constituciones permanecían vigentes en Cataluña y obligaban a quien fuese su rey... Sólo en 1714 y por la fuerza de las armas. aquellas constituciones quedaron sin efecto y fueron sustituidas en 1717 por el decreto de Nueva Planta, que las derogó.

Pero este hecho -basado, según resulta del texto mismo del decreto en el «derecho de conquista»- no alteró en los catalanes, ni tan sólo en muchos de los que se sometieron sucesivamente al nuevo rey, la conciencia de su propia personalidad como nación. Aquí podría citar innumerables hechos públicos o clandestinos que lo contribuyen a hacer visible. Pero ahora quiero referirme a uno solo. Un buen amigo, erudito y coleccionista, ha hecho llegar a mis manos un folleto cuya portada y cabecera tienen un sentido clasicismo: La nación catalana, gloriosa en mar y tierra. Ello significa que, para referirse a Cataluña. continuaba siendo normal la calificación de nación. Téngase en cuenta que el folleto impreso y publicado cuarenta años después del «decreto de Nueva Planta» y en el reinado de Fernando VI, es decir, antes del resurgimiento que, en tiempos de Carlos III, fue el primer precedente de la Renai xença. Véase, además, que el folleto fue publicado en Madrid y que lo fue «con licencia»... Todo ello es una demostración de que, en aquellas fechas, y ante propios y extraños, Cataluña era vista como una nación y de tal modo era denominada.

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Una vez rnás este fólleto hace evidente que la negativa a dar hoy a Cataluña el nombre de «nación» -o de «nacionalidad». que viene a ser algo muy parecido- procede, no de la historia común, sino del hecho de la Revolución Francesa, y de que los jacobinos comprendieron y equipararon, en su peculiar terminología, el sentido de las palabras «estado» y «nación». No puede haber otra causa. Y es evidente que, al hacerlo, forzaron el sentido de ambas palabras. Cataluña puede ser una «nación», aunque forme parte del «estado» español. Los «jacobinos» no lo hubieran admitido. Pero hoy, que yo sepa, ya no somos «jacobinos». De allí viene el equívoco. Triste equívoco, al cual los catalanes no podemos resignarnos. Por ello he creído que la cita de la portada del modesto folleto que me proporcionó -y se lo agradezco aquí- mi amigo coleccionista podía aportar alguna luz sobre la cuestión planteada.

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