Recital de Alexis Weissenberg en el Real
El recital de Alexis Weissenberg ha constituido un nuevo éxito para el festival de Ibermúsica-Loewe. Programa atractivo e interesante a pesar de la sustitución, en el último momento, de Petruchka -no muy bien acogida por el público- por los Cuadros de una exposición.Como comienzo, una transcripción del pianista Harold Bauer del Preludio, fuga y variación para órgano de César Franck, página deliciosa, precedente de tantas cosas dentro de su fidelidad al pasado; fue tocada admirablemente en la versión íntima y sobria de Weissenberg, perfecto comienzo de concierto para arrastrar al oyente a un mundo expresivo singular.
El planteamiento que hace Weissenberg de las Davidsbüdlertänze Op. 6 schumanianas es sobrio, introversivo, de un lirismo algo distante, Schumann establece una dialéctica entre dos de sus tres complementarios -para utilizar el término machadiano-, exactamente entre Euseblus y Florestán, que junto al «maestro Raro» constitayen un tríptico cuya suma representaría la propia personalidad del compositor; si bien es cierto que Schumann es enormemente afícionado a todo tipo de juegos simbólicos muy de la época y un tanto infantiloides (Variaciones Abegg, Carnaval op. 9) que no hay que tomar muy en serio, en este caso la oposición de dos personalidades distIntas dentro de sí mismo (la del impetuoso Florestán y la del soñador introvertido Euseblus) es muy significativa: es la ambivalencia del romántico y, por otro lado, la del psicótico.
Weissenberg no marcó este sentido de ecntradicción, de inestabilidad, inclinando la balanza hacia la imagen de Eusebius (que será la del Schumann esquizofrénico en definitiva): por ello pudimos echar en falta un cierto grado de arrebato y al mismo tiempo ingenuo característico del Schumann joven. Por lo demás, su versión fue coherente y perfectamente construida.
Tres Nocturnos de Chopin (Op. 15, n.º 2; 0p. 48. n.º 1 -Y Op.1n.º 20 póstumas) cerraban el panorama del pianismo romántico. Chopin, interesante, anti-salón, de pocas tensiones, no sólo no extrovertido, sino casi hermético: en resumen, Chopin interpretado, si quizá con poca exactitud, sí con sinceridad y en consecuencia con valor e interés.
La versión de Weissenberg de los Cuadros de una exposición, de Mussorgsky, son una auténtica creación. Visión, como es común en todo verdadero artista, personalísima. Se trata de una interpretación que huye del descriptivismo de la obra (cosa que parece casi imposible en principio): así se evita la caricatura psicologista de Samuel Goldenberg y Schmuyle (el judío rico y el judío pobre), la pesantez de Bydlo o se atenúa la trivialidad del «baile de los polluelos en su cascarón».
Ausencia de descriptivismo
Weissenberg sigue tiempos muy ligeros, cuando no vertiginosos -la ligereza del paseo nos haría suponer que la exposición se acabaría antes de lo previsto-, pero todo ello está hecho de modo perfectamente voluntario, porque la ausencia de descriptivismo va en beneficio del todo, que cobra unidad y coherencia al no perderse en detallismos no poco cargantes en ocasiones. Versión en los antípodas de la grandilocuencia que a pesar de su ligereza de tempo no pasa nada por alto y mantiene una mesura constante. Para conseguir esto hace falta un pianista de técnica impresionante, como lo es Weissenberg. No merece la pena hablar de su virtuosismo, por todos conocido, pero sí de su sonido, que ha alcanzado una calidad y una riqueza, desde el piano al fortísimo, extraordinarias: aquí si que podemos hablar de piano sinfónico.
Tres pulcras versiones del Rondó Op. 51 n.º 1, de Beethoven; del Claro de luna, de Debussy, y del coral «Jesu bleibet meine Freude» bachiano, fuera ya de programa, pusieron brillante final a la velada.
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