Numenología y cambio
No han recuperado el humor, si alguna vez lo tuvieron, y los acontecimientos que se vienen sucediendo desde hace un par de años sólo han conseguido ensombrecerlos más. Ahora sus-negros presagios se dirigen a toda la comunidad, sus acusaciones son colectivas; han optado por huir de los nombres propios porque es toda la sociedad -manipulada por un poder nibelungo- quien debe sentirse culpable.Unos cuantos españoles han perdido con la muerte de Franco el sentido desus vidas. De los que se sentían conipenetrados con él y llegando a idolatrarlo mantienen el culto a su memoria, sólo se me ocurre decir que constituyen una especie enferma cuyo remedio, sea o no posltble, está a la vista: bastaría que surgiera un heredero de aquél, que restableciera la situación que dejó el difunto, para que al instante sanaran; bastaría un Franco II para convertir en gloria sus penas, en impasible ademán su actual zozobra y en alegría de arrianecer su taciturno crepúsculo. Tal vez el mal que les aqueja no es otro que el milenio regresivo, el rnesianismo a la deriva, la incomparecencia del arremangado sóter que tanto añoran.
Los otros son más raros y dificiles todavía. Quizá ya no tienen cura. Hicieron del antifranquismo su profesión y al quedarse sin Franco se han quedado con poco o nada que hacer. Ya se sabe, además, que los cesantes, por muy fermentados que se hallaren, se agrian. Acostumbrados por su propio voodoo a lanzar a diario sus alfileres contra el muñeco, hete aquí que se les hurta el muñeco, y tan singulares -y pertinaces- son que para ellos no prevalece eso de «muerto el perro se acabó la rabia». Muy al contrario, muerto el caudillo se encendió más su ira. Como no le pudieron matar, como todos sus maleficios no fueron nada en comparación con la catástrofe gástrica del general, se han visto privados de la reparadora sensación del deber cumplido porque ni siquiera pudieron ver el reflejo de su desmelenamiento en las caireladas heces de los últimos días. La muerte de Franco fue tan franquista que dejó a muchos antifranquistas a la luna de Valencia. Debe ser privilegio de los hombres de mando, de los que han nacido para tener enemigos: mandan hasta en su muerte y con su muerten devastan a sus adversarios.
Sin duda hubo en tiempos un antifranquismo de campanario. Estaba bastante bien remunerado (sobre todo en Francia) si se tiene en cuenta la pobreza de sus recursos y repertorio. Un antifranquismo de barrio latino, de párrafo desaliñado, de réplica al atraso con el último grito, de excitación y aprovechamiento de la ternura occide ntal hacia su más desamparado huérfano. Un antifranquismo que permitía hacer toda clase (le chapuzas que levantaban el aplauso francés, y que malheureusement acostumbró a sus autores a la benignidad de una crítica política que pasaba por alto la baja calidad de los productos. Nada más natural, por consiguiente, que suspendida la bula, aquellos esforzados productores de la cultura española de izquierdas se sientan remisos a entregar sus últimas creaciones. Y si algunos probos antifranquistasde corazón ir de mente optaron por el exilio voluntario o por la lucha o por el martirio en tierra propia (incluse en silencio, sin pretender sacar partido de ello), no es menos cierto que hay quienes tras aquel 20 de noviembre no se han atrevido a la repatriación o nohan colgado las armas o no han podido sustraerse a los goces del tormento y la persecución. La muerte del tirano les ha debido coger demasiado viejos, demasiado formados como para cambiar y sólo encuentran sentido a sus vidas si perseveran en las actitudes que adoptaron en vida de aquél. Su clanclestinidad no ha concluído todairía: si antes eran ellos los que tenían que ocultarse de los poderes públicos ahora es su obra la que tienen que esconder, no sea que el público se aperciba de la magnitud de la chapuza. Enfermos de cierto terror vacui, se han apresurado a restaurar el muñeco en el altar del sacrificio, a fin de poder seguir ejerciendo su sagitaria afición, y si hay un afán (tal vez más pernicioso que el de los guerrilleros de cachiporra ybrazalete) para resucitar al muerto o por mantener la vigencia de su mandato es el de esos desventurados antifascistas que tanto añoran la protección de aquel manto de la Virgen del Pilar, que cubría dos miserias tan distintas y tan complementarias.
El argumento que universalmente emplean -sean terroristas, exiliados, mártires o predicadores- para mantenerse en sus trece es que aquí no ha cambiado nada, que todo sigue, en esencia, siendo lo mismo que en vida del tirano y que solamente unos cuantos papanatas que nos fiamos de las apariencias, pero estarnos muy lejos de conocer el complejo mecanismo que mueve este desventurado país, nos hemos creído el tan cacareado cambio. A costa de delatar un sistema epistemológico muy simple yo tengo que confesar que sólo creo en los cambios aparentes. Los cambios del numen no me los creo. Hay quien no; hay quien ante la persona o cosa que evidencia un cambio radical siempre sabe decir «No creas, es el mismo de siempre», o viceversa, y no sólo para desmentir la impresión, sino para introducir de matute su superior, más profundo, serio y digno de crédito conocimiento de la persona o cosa. Por supuesto, yo no creo en los que no creen en los cambios aparentes, en los depositarios del secreto, en los que tienen comunicación directa con el numen. Nunca se les puede sacar nada; a fin de conservar su privilegio son esotéricos y cuando se les apremia se retrotraen al misterio. De esa suerte pueden conservar íntegra su cédula para amedrentar, aleccionar y acusar. Yo no sé si en España sólo se han producido cambios superficiales, como nos quieren hacer creer algunos luchadores antifranquistas, pero sospecho que su propio, trémolo es indicativo de que las cosas no son igual que antes y si tuvieran un rasgo de sinceridad reconocerían que para ellos, al menos, la mudanza ha sido atroz. Unos y otros se han quedado huérfanos y en pelotas; unos lo amaban y otros lo odiaban. ¿A quién adular ahora y a quién culpar de todo? Sin duda al franquismo fantasmal que, como el real, tantas cosas cubre; entre otras, la necia (y no inocente) vanidad de muchos numenólogos que saben muy bien, aunque se cuiden de demostrarlo, que seguimos en poder del maligno.
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