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Momento culminante de la feria: Galloso torea al natural

Plaza de Las Ventas. Toros de Samuel Flores, aparatosos de trapío, pero flojos -con varios inválidos-, mansos en general e inofensivos. José Luis Galloso: pinchazo hondo trasero, bajísimo y atravesado; otros dos pinchazos, descabello, aviso, con más de un minuto de retraso, y nuevo descabello (vuelta). Estocada caída a toro arrancado (aplausos y salida al tercio con algunas protestas). Julio Robles: cuatro pinchazos, estocada corta, aviso con medio minuto de retraso y dos descabellos (silencio). Pinchazo y estocada caída (ovación y saludos, y protestas cuando intenta darla vuelta). Manili, que confirmó la alternativa: estocada caída y rueda de peones (petición de oreja y dos vueltas). Estocada y rueda de peones (silencio).

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Presidió sin acierto el comisario Pajares, en materia de avisos y al no devolver- al corral al inválido cuarto.

El momento de verdadera apoteosis de la feria se produjo cuando José Luis Galloso toreaba al natural. «¡ Eso es torear, así se torea! ». Desde la andanada a la barrera, el público se había puesto en pie. Media docena de naturales, o poco más, dieron comentario para toda la tarde, y lo que aún se seguirá hablando de ellos. Porque fueron de categoría; temple y mando, largo recorrido y hondura.Un torero, cuando consigue construir una serie de tantas calidades, cuando de tal manera se gusta en la interpretación de la suerte, doy por seguro que está ajeno al público, a la borrachera del triunfo, a la misma dimensión del tiempo. Por eso hace arte -vive el arte, que es característica, también, de la tauromaquia- y saca a la fiesta de su condición de espectáculo para pasarla a valores de rango superior.

Ahí estuvo la faena porque antes y después los derechazos, muy buenos al cabo, habían sido como tantos y tantos, tantas tardes. Y al final, con la espada, lo echó a perder todo. Galloso, encarado a la res, con un amago absurdo de citar a recibir, volvía a la dimensión del tiempo, a la responsabilidad de esos instantes cruciales donde el triunfo depende de un segundo de arrojo y acierto; estaba otra vez en la plaza. Y mucho le debió pesar el trance amargo de cruzar ant.e aquella cornamenta aparatosa y astifina, porque del volapié le salió una puñalada infame, en los bajos y atrás, y aún siguió pinchando. El borrón de esa grosera forma de matar fue inmerecido para él mismo, para el público, para el arte del toreo. No hubo mala suerte. Hubo, más bien, un reencuentro de la personalidad que antes se había desdoblado, y el hombre -con sus precauciones, ¿diremos con sus miedos?- oscurecía al artista.

También Julio Robles dio muletazos y lances, de fino trazo, pero ya no era lo mismo. Tampoco sus toros colaboraron tan a la maravilla como lo había hecho el de Galloso, nobleza absoluta, recorrido suave, ciega entrega a los engaños. No es que tuvieran problemas, ni malicia, pero se desfondaban por una invalidez manifiesta. En realidad, toda la corrida salió así: aparatosamente grande y terroríficamente armada, cuanto escandalosamente floja. Y dócil; dócil hasta extremos -asombrosos. Ni uno solo de los toros tiró la más mínima cornada; ninguno presentó problemas a los lidiado-res que no fueran los inherentes a su falta de fuerza,

La mansedumbre, a su vez, fue tónica de la corrida, menos en el sexto, cuyo trapío -hondura como pocas veces se habrá visto en esta plaza, cuello enmorrillado, engallado y comalón, lámina preciosaprovocó grandes ovaciones cuando apareció en el ruedo. Manili y Gafloso lo lidiaron muy bien, y pues lo colocaban de largo ante- el caballo, dieron lugar a que,se produjeran arrancadas espect aculares. Pero el torazo se dolía al hierro, y en los encuentros segundo y tercero volvió la cara y se salió de la suerte. Algo apagado en banderillas, de las que se dolió, para la muleta fue tan noble como todos, pero tardo, y a veces se paraba, acobardado ante la porfla del torero.

El que abrió plaza tampoco tuvo un comportamiento de manso declarado y su docilidad fue absoluta en el último tercio. Para mala suerte de Manili -admítasenos el aparente contrasentido-, porque no le quedó otro remedio que torear. Ejercicio que requiere unas condiciones estéticas de las que no está dotado el diestro de Cantillana. Sus momentos aproximadamente brillantes a lo largo de la tarde consistieron en dos largas cambiadas, una pedresina en el centro del ruedo, varios pases sentado en el estribo y de rodillas. En suma, lo superfluo del toreo. Pero cuando tuvo que mostrar lo sustancial que lleva dentro, ante unos toros que le daban toda clase de facilidades, fracasó. Entre los muletazos que dio a docenas, no hubo uno solo que poseyera cierta calidad. Lo mismo ocurrió con el capote. Madrid, que estuvo muy comprensivo con Manili, me parece que no le ha dado sitio, después de lo de ayer, entre los diestros que puedan contar en el concierto taurino.

Al cuarto se le protestó con fuerza por cojo. Más que cojo era derrengado (es decir, peor aún), y de eso hubo mucho en la corrida. El presidente tuvo que oír una bronca sonora y justificada por no echarlo al corral. El griterío no permitía entender bien los diversos epítetos que salían de las miles de bien dotodas gargantas. «¿Dicen sinvergüenza?» «No, dicen que son de Sígüenza». El último toro; inválido, se comportaba como el carretón; carretón de ruedas averiadas, por cierto, y Galloso le instrumentó una faena larga y compuesta, pero reiterativa y vulgar. No se repitió la apoteosis de su anterior toro, lo cual, por otra parte, quizá sea imposible. Pues la geníalidad no es, ni será nunca, moneda de uso corriente.

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