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Tribuna
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Celia: historia de una infancia perdida

Algunos años antes de la guerra, la editorial Aguilar lanzaba al mercado Celia: lo que dice, una recopilación de los pequeños episodios que semanalmente se incluían en Gente menuda, el suplemento infantil de Blanco y Negro. A Celia: lo que dice, seguirían luego toda una larga serie de títulos que alcanzarían-gran popularidad, incluso durante la postguerra, como lo demuestra una segunda edición aparecida a finales de los años cuarenta, modernizada y, desgraciadamente, ya sin las primitivas y deliciosas ilustraciones deco de Molina Gallent, y a la que se añadía El cuaderno de Celia, libro que se apartaba, por completo, del tono de la colección, pues constituía una especie de reflexiones piadosas para niñas, garantizadas por la aprobación de la censura eclesiástica.En este primer volumen, un breve prólogo de la autora, Elena Fortún, anticipaba algunas de las característícas del personaje. Se trataba no de una niña ejemplar, sino de uno de esos héroes infantiles, no dernasiado frecuentes, en clara oposición al mundo de los adultos. Como en el caso de Guillermo Brown, excelso representante del género, era también una mujer la que utilizaba esta pequeña estratagema de valerse de un niño para poner de manifiesto, a través de su lógica impecable, toda una serie de absurdos convencionalismos de comportamiento y de lenguaje. Como respuesta a ellos, las energías del personaje se redoblan, más para esquivarlos que para combatirlos abiertamente y así, el encanto de las aventuras reside en esta, actitud furtiva que el héroe infantil debe adoptar para llevar a cabo sus deseos, ya que, posiblemente, y con anterioridad a la aparición de los psiquiatras, la infancia era. el último reducto que restaba a la heroicidad.

Celia, la niña difícil, como se diría hoy; la niña inala, como se decía entonces; la niña en una palabra, que no se adaptaba a las costumbres de los mayores, tal como aclaraba Elena Fortún, era enviada interna a un colegio de monjas, supremo recurso muy común en la época. Pero las extravagancias inefables del convento, no harán sino agudizar su imaginación, dando lugar a las más disparatadas y divertídas situaciones, hasta que, finalmente, consigue ser expulsada triunfalmente, hazaña que volverá a repetir, para desesperación de sus padres, en otro colegio seglar, «el colegio nuevo», donde desafía con igual brillantez, métodos pedagógicos más persuasivos.

El tono desenfadado del personaje, verdaderamente insólito en la España de la postguerra, y sólo explicable por haber sido creado durante los afios treinta, se mantendrá vivo en los primeros volúmenes ele la colección, algunos de la cuales son dignos de compararse a los de su contemporáneo Guillermo Brown, si bien el modo de revelarse, los juegos y las aspiraciones de Celia, son siempre netamente femeninos. «Yo no quiero ser hija -replicará a una compañera de juegos-. Yo quiero ser Greta Garbo, o la cocinera, o una bruja; pero hija, no.» Sin embargo, las tres vocaciones se verían dolorosamente frustradas. A diferencia de Guillermo, que tuvo la rara habilidad de conservar siempre sus once años, Celia crecerá, incluso prematuramente, y a los catorce la encontramos obligada a interrumpir sus estudios de bachillerato, y convertida en Celia madrecita, triste y, desgraciadamente, verosimil final para una adolescente de la época. En el libro, de una gran melancolía y posiblemente escrito durante la guerra, se nos confiesa textualmente llorando ante los pájaros de su cabeza que aleteaban moribundos. Les amenazaban no sólo la guerra, sino también el cada vez menos propicio clima que para sobrevivir encuentran los sueños de un niño. Después de todo, llegar a ser una bruja, como llegar a ser un pirata, va resultando cada vez más y más inviable.

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