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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El subnormal, un ser diferente

El «tonto del pueblo», el «tonto de la clase», el «idiota de la familia» son una sola y misma persona. En la coincidencia no hay, sin embargo, ningún decreto de la naturaleza, sino de la sociedad. Familia y escuela se limitan a producir dentro de sí como «tontos» a aquéllos a los que la sociedad predestina a ser tales, designándoles «inútiles» por el hecho de que de su trabajo no podrá extraerse plusvalía. El sistema económico de producción (capitalista) rige el sistema escolar y familiar de producción social. La escuela, en concreto, cumple órdenes cuando genera tontos. Estos no preexisten al sistema escolar. Son más bien su criatura, su engendro.La subnormalizadora escuela

El tonto de la clase es el subproducto inevitable de un sistema de enseñanza. En una enseñanza estandarizada, que consagra la media estadística como normalidad y norma, que pone incentivos a la competitividad, que premia la rapidez, que recorta la inteligencia a medía docena de áreas de aplicación, que deja al niño clavado en el asiento del aula, que confunde educación con aprendizaje y aprendizaje con pasiva recepción de conocimiento o quizá con memorización, que coloca al maestro ante un grupo de cuarenta o más alumnos, es inevitable que aparezcan tanto el listo como el tonto de la clase.

Perdón, hoy ya no se llama tonto. Se le llama y, lo que es peor, se le hace subnormal. El tonto de la clase se ve repudiado de la escuela, de una, de otra y de todas las escuelas, hasta que de tumbo en tumbo -y eso, si tiene suerte- acaba encontrando asiento en un centro de educación especial.

¿Quién es el inadaptado?

Muchachos hipoacúsicos, chicos con dificultades bien específicas de aprendizaje (lectura, lenguaje, cálculo) o de conducta, retrasados escolares, lentos de aprendizaje, débiles mentales o retrasados mentales ligeros: todos ellos, pese a la gran diversidad de su problema, están igualmente expuestos a caer bajo el rasero de un mismo diagnóstico de subnormalidad y a ser arrojados de la escuela. Cabe considerarles, más piadosamente, como inadaptados escolares. Pero hoy sabemos muy bien que no hay niño inadaptado (a la escuela). Lo que hay es escuela inadaptada al niño. Y para tal cantidad de niños muestra la escuela ser inadaptada, que muy lógicamente hay que preguntarse si la institución escolar no será esencialmente inepta y contraproducente respecto a los elevados fines educativos que dice perseguir. En la lógica de esa pregunta figura, por cierto, como consecuencia última descalificar la escuela en tanto que institución educativa y considerar otras alternativas educacionales, que nada tengan ya que ver con ella.

Necesita la escuela, en todo caso, un interno estallido institucional, una ruptura consigo misma, con todos sus patrones vigentes: exámenes, pruebas psicotécnicas, enseñanza normalizada, programación de asignaturas, libros de texto, mandarinato del maestro, correlativa pasividad del alumno, disciplina escolar, etcétera. Una genuina educación general básica pasa por el quebrantamiento de todos esos patrones y, sólo puede constituirse como educación específica, específicamente ordenada al grupo y al individuo que el educador ante sí, y regida, ante todo, no por un cuerpo de enseñanzas prefabricadas y a inculcar, sino por una viviente relación e interacción educativa donde también el maestro, y no sólo el educando, tiene que madurar y aprender. En el espacio de esa educación específica -que no especial- encontrarían sus completas oportunidades de maduración y de desarrollo todos los tontos hoy subnormalizados por una irracional escuela.

Educación específica y cultivo de la diferencia

Está en gestación un ambicioso plan de ayudas -psicológicas, de rehabilitación, etcétera- en el marco de la EGB ordinaria. El plan va aparejado a un proyecto de crear aulas especiales y programas educativos combinados, dentro de los colegios nacionales, para alumnos con dificultades de aprendizaje y de escolarización. El máximo peligro de un proyecto así es la consolidación, por su medio, de la omnipresencia y omnipotencia de la escuela, y precisamente en sus rasgos institucionales más rígidos, consiguiendo la perfecta escolarización (adaptación de los cánones escolares) de toda la población infantil, incluidos los tontos y los díscolos, y condenando ya a definitiva muerte civil a los no escolarizados. Su esperanza máxima, su desafío, es desencadenar, como paciente bomba de relojería, un proceso de explosión institucional del medio escolar, sustituir -para todos y no sólo para los chicos difíciles- la pseudo-educación estandarizada por una educación específica. El resultado final del estallido habría de ser una ¿escuela? donde cada cual siga su propio programa, donde pueda sentarse o levantarse, multiplicar quebrados o recitar poemas, donde los requisitos mínimos de aprendizaje estén determinados no por burocráticos planes de estudios, sino por las necesidades de una convivencia civilizada, libre y pacífica, donde, por lo demás, todo sea tan específico que no pueda ya existir el listo y el tonto, el premio extraordinario y el subnormal.

El acuciante problema de los llamados «subnormales» no se solucionaría sólo con eso, pero sí recibiría una decisiva clasificación, despejando la situación de un amplísimo grupo de niños y adolescentes actualmente subnormalizados por la institución escolar. Contribuiría también a dejar claro que diferente no es lo mismo que deficiente. Incluso el. más orgánico y profundo de los oligofrénicos gana mucho -lo gana propiamente todo- si es contemplado, atendido y rehabilitado en su diferencia antes que en su deficiencia.

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