Berlanga y su mundo
He visto en pase privado la nueva película de Luis Bertanga, Escopeta nacional. Estaba Luis en la sala de proyección y el chorro de luz que sale por el ventanuco o conventillo del cine pone un fuego blanco en la aureola de pelo de su cabeza.No voy a hacer una crítica del filme, claro pues aquí al lado están, paredaños, los críticos del periódico, grandes memoriones de la cosa, a los que tanto respeto, como el novelista Fernández-Santos (cuyos cuentos completos disfruto estos días en tomo de Alianza). Pero sí quisiera subrayar algo que viene acentuándose sutilmente en el cine de Bertanga, en Bertanga y su mundo: la identificación creciente entre realidad y ficción, identificación a la que contribuye mucho, estoy seguro, ese gran escritor de cine (y sin cine) que es Rafael Azcona.
En Escopeta nacional, por ejemplo, Luis Escobar (no actor, o no actor habitual), Conchita Montes y Bárbara Rey hacen un poco de sí mis mos, hacen, inducidos por el talento suasorio de Luis, la caricatura de lo que son, conscientes de ello sin duda, pero dándonos así una nueva dimensión del cine: la que le encontró Proust a la literatura. Un salir y entrar de la realidad en el arte y a la inversa, como dos buenas vecindonas que pasan todo el tiempo una a casa de la otra. Sazatornil y Mónica Randall, catalanes, hacen de catalanes.
Claro que el invento no es nuevo. Sabemos que Fellini toma gentes de la vida real para que hagan de sí mismas en sus películas. Una vez quiso que Pitita hiciese de Pitita en Roma. Summers sacó a Forner de la redacción de Triunfo y le ha convertido en el gran actor que ya era por la calle. Pero es que Berlanga ha venido haciendo, primero con Bardem y luego con Azcona, la crónica cinematográfica de la vida española, desde los años cuarenta, el esperpento asainetado y fiel, descreído y vital, de lo que ha ido pasando en España, con burla siempre de la censura en los dos sentidos de la palabra: mofa y esquivamiento.
Y en el acendrarse de esta su fidelidad de cronista, hoy se acerca más que nunca, el realizador, al ideal secreto de todo cronista nato: que los personajes se interpretan a sí mismos. Proust creaba un personaje a partir de un ser real y al lado ponía al ser real, en el libro, para contraste, confusión y revelación. Charlus es Montesquieou (no Montesquieu, que ése es Tierno Galván, como se sabe), pero al lado estaba el propio Montesquieu, en la misma fiesta.
Dice últimamente Aranguren que toda la vida española es representación, desde la política a la cultura. Supongo que en cualquier momento puede ampliar el concepto y hacerlo extensivo a la vida en general, a la vida universal. (Ya le ha reconocido a Pilar Urbano que «las cosas no van tan mal como digo en mis artículos», luego él también representa.) Sabiendo que todo es representación, Luis Berianga quiere que, en su cine, todos nos representemos a nosotros mismos, y, como es un caimán de la inocencia, acabará persuadiéndonos para que hagamos nuestros propios papeles en una película suya.
Naturalmente, hay en su película y en mi modesta teoría una exageración, una caricatura, pero adivino por debajo de todo ello el delicado aproximamiento que LGB va consiguiendo entre el cine y la verdad, sin caer para nada en el pedante cinema-verité. Por esa película, que es una deliciosa crónica del tardofranquismo opusdeísta, vemos que todos hemos sido actores de una gran representación histórica que vino a sustituir a la historia.
El que unos cuantos seres ncluso no actores) hagan casi de sí mismos en el filme -con las distancias morales que se suponen a favor del modelo real- subraya la alucinación entre narración y realidad. Siempre hay un gran fabulador, cineasta o novelista, moralista como Aranguren, que nos está viendo a todos, queestá viendo toda su época como una grande y miserable representación. Lo que pasa es que encima Franco lo puso peor.
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