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La progresiva sombra del margen

Para empezar, y lezamescamente en blanco, no me referiré al socorrido tema del monstruo rojigualdo y morado; no, no hablaré del imposible tren en marcha y ni siquiera del furgón de cola. Hay temas que pertenecen a la progresiva sombra del margen, a la nueva filosofía crepuscular y a los residuos chispeantes del No-Do. Nominar tan sólo tales transportes académicos, más; siniestros que los que iban de la Estigia a la Moira y de la plaza de España al Valle de los Caídos, motiva mis conjuros y evocaciones para alejar esos carnavalescos disfraces universitarios que, con suma ironía, asume ahora el moro Muza, el mil veces maligno. Indicaré de refilón esas pintadas que se forman y se deshacen en las fachadas, tempranamente en ruinas, de algunas facultades, donde se arrodillan desde antaño los grandes paquetes rojigualdos y graduados. Llegan, son los primeros en facultarse, esperan tiesos o nos ofrecen cajas de cerillas. Siguen así hasta que en esta sala se desprende el primer bostezo, globo frágil que quisiera romperse sobre nuestras propias mejillas. Después, un adolescente estudiante, que abre sin abrir sus cuadernos de apuntes, cierra su boca masticando, masticando azul chicle. No es la rumia que exigía Nietzsche en la Alta Engadina, es tan sólo molar inútil lanzado contra inútiles palabras.Llega luego el del oficio, el que hace octavas reales, el que pone un verso bajo otro verso, el que construye materiales para futuras tesis o tesinas, el que maquina rimas como traspiés a las exigencias semióticas del tiempo. Y una señora vestida de negro con puntillas verdes, que porta un hisopo, un remolón sostén cruzado mágico, un paquete manchado por la grasa de los bocadillos de calamares y las bambas de nata. Oscar Domínguez o, mejor, Romero de Torres haría con ella una aguada satírica que podría titular: La viuda sin collares. Llega también el encanutado, soplando bocanadas higiénicas de plátano en conserva, como un Eolo que agita el oleaje nacional para asustar a un pequeño trirreme.

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A continuación llegar pudiera lo que ya no veo ni defino, grupos unidos por el azar del ligue o de la militancia. Así confundidos, aguardan la llamarada sapiente del Maligno invocado y convocado, del apátrida que aparece en su dulce hogar tres veces al año, como mucho, quizá para escupir sobre el remanso eterno.

Con banderolas y rostros que estallan de impaciencia, llega ya a nuestro lado el menosprecio histórico del ácrata-cancroide-polisario. El otro, el de la marcha roja y el vicio solidario, afinca el pie izquierdo en el bolso de María Goretti, que, disfrazada de enfermera, está sentada ahí mismo, logrando así equilibrio acaso estable. El estudiante, con mayor malicia, toca sólo con la punta del pie el hoy fijo, brillante y esplendoroso suelo autónomo, mientras mira de reojo y muermamente al resurrecto catedrático. La dama de las puntillas y los verdes, insensible a los piropos manuales de un aprendiz de psicólogo, deja transcurrir dos o tres minutos de relleno parlanchín. Y, sin fijarse en que nadie la oye, exclama: «Me encantan las presentaciones en plan coloca. Ser presentada, eso es todo. Dejar que las chorradas se trencen a nuestro alrededor ya democrático. Yo fatigo a cualquier presentador. Sí, me encantan las presentaciones, nuevas divinidades abstractas.» El encanutado de buena gana silbaría a un taxi sin taxímetro y se precipitaría exclamando entre hipo y trueno: «Chocolate y Julián Marías, Aranguren y Blancanieves, Agustín Zarzamora.» Se le ve ya, se le ve ingurgitando largas conversaciones tartajas por debajo de la escalera.

Yo, por mi parte, me dejaría caer en el olvido. Me alzaría para precipitarme dentro de la marejada de humo. Tiraría de la manta bejarana o de la mismísima marejada. Ya no logro acordarme, aunque esté aquí escrito. Y me he esforzado por recordarlo. Pero no sé lo que debía decir o hacer en el resto de esta presentación y de este mediodía.

Finalmente, aferrado a la fofa convención y a imperativos nada categóricos, pienso que hubiera bastado con decirles, sencilla y llanamente, que Juan Goytisolo es, en la actualidad, junto a Sánchez Ferlosio y a un Benet fragmentado, el mejor novelista español y, al mismo tiempo, una de las escasas conciencias críticas -con Cernuda, Larrea y Valente- que, alejadas de un cielo anubarrado de conformismo y tedio, han hecho de la traición apalabrada el arma más certera y profunda del conocimiento y del amor. Seguramente sólo él, desde su fértil romanticismo, desde su pesimismo puntual y desde su escritura exigente, pudiera confirmar entre nosotros la frase de Novalis que ahora asumo, como despedida y cierre, en signo de amistad veraz y de admiración paralela hacia el esperador conferenciante: «Una novela debe ser poesía de principio a fin.»

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