La mujer nueva

Viene siendo ya un tópico, cuando en las artes se habla de mujeres, aludir a su sensibilidad, a su modo especial de observar la vida. También existe el prurito hasta hace poco en algunas escritoras y hoy en el cine, por supuesto, también, de ir más allá que sus colegas de pluma o cámara en lo que se refiere a planteamientos y, sobre todo, a situaciones. No se trata de hacer algo diferente a lo que ofrecen los hombres, sino de ir más allá, en una competencia entre furiosa e impaciente. Nada de ello se da en este último filme de Agnes Varda. Lo primero que salta a la vista en él es su especial enfoque, su visión particular de la mujer dentro y fuera de sí misma, corno persona independiente y en relación con su pareja, relación que se nos da desde su doble personaje principal unido por una amistad tan normal como intensa.La mujer como protagonista centra y hace girar en torno a sí el relato que incluye naturalmente a los hombres, vistos, no de un modo agresivo ni esquemático, ni con veneración, ni como los jefes de clan habituales. La doble peripecia de este protagonista doble, que en una de sus caras ríe, canta, sueña, para con la otra sufrir e intentar superar sus propias barreras sociales, trae hasta nosotros la imagen de una mujer nueva poco usual aquí todavía, pero mucho más habitual en los países donde la acción se centra. La conciencia de ser mujer, de alcanzar el derecho, no sólo a su trabajo o independencia, sino a su propio cuerpo, llevará a estas dos amigas desde sus vacilaciones iniciales y su ruptura con sus familias respectivas, a buscar en la canción y en el trabajo la razón de su propia esperanza en otro mundo mejor, más humano y más libre.

Filme realizado por una mujer inteligente, más allá de tantos otros maniqueos filmados «solamente por mujeres», responde muy claramente a un cierto tipo de feminismo personal y consciente, de mujer adulta que se sabe libre para ofrecernos una historia por encima de cualquier doctrina explícita, contándonos simplemente la vida por encima de cualquier planteamiento previo.

Todo ello hace de su filme un relato cuya virtud primera es desde el punto de vista formal, su modo de narrar espontáneo. A partir de una historia prolongada quizá en exceso, Agnes Varda, con una técnica casi documental que recuerda sus obras mejores, ha sabido borrar, o intentarlo al menos, la imagen de la mujer, de la madre tradicional, operación que lleva a cabo con humor y rigor, con total falta de habitual respeto por palabras o instituciones, apoyándose en dos elementos esenciales: en el valor de sus imágenes y en el valor de sus palabras, de sus canciones, entre las que destaca sobre todo, en su eficacia bella y angustiosa, la dedicada a Amsterdam, donde mujeres de toda Europa van a abortar entre dolor y melancolía, jardines y canales.