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Leninismo, eurocomunismo y Estado

(Miembro del Secretariado Unificado de la IV Internacional)

Después de la Revolución de Octubre, el movimiento obrero internacional se ha polarizado entre dos corrientes fundamentalmente opuestas. La primera subordina la marcha y el desenlace de la lucha de clases al respeto a las instituciones de la llamada democracia representativa. La segunda se expresa por el desarrollo de la movilización extraparlamentaria de las masas hacia la conquista del Poder por el proletariado. La primera es la corriente socialdemócrata, mientras que la segunda es la leninista.

Esta larga polarización no es fortuita. Tampoco es el producto de una experiencia específicamente rusa, que la Internacional Comunista habría extendido erróneamente al mundo entero. En cierto modo, empieza desde 1900 con la ofensiva revisionista de Bernstein en el seno de la socialdemocracia alemana y con la entrada del socialdemócrata Millerand en un Gobierno de coalición con la burguesía.

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Se trata en realidad de que la cuestión del Estado, de su naturaleza de clase y de su articulación con las instituciones de la democracia representativa se halla en el centro de la fase de la lucha de clases que inicia la época de crisis estructural del capitalismo. Detrás de las dos estrategias opuestas hay dos análisis y dos perspectivas diferentes en relación a la marcha objetiva de la lucha de clases.

El régimen de democracia parlamentaria es un régimen de equilibrio relativo entre las clases, producto de la expansión económica a largo plazo y la atenuación parcial de las contradicciones sociales que provoca. A cambio de una serie de concesiones materiales, el movimiento obrero organizado acepta no atacar de frente, es decir, respetar el régimen de propiedad privada y de explotación capitalistas.

Subordinando el desarrollo de la lucha de clases proletaria a las «reglas del juego» parlamentarias, la socialdemocracia juega un papel conciliador en el combate entre el capital y el trabajo, en lugar de defender de manera intransigente los intereses inmediatos e históricos de los trabajadores.

Pero cuando las contra dicciones sociales se exacerban, en vez de atenuarse, la base objetiva de la política de conciliación de clases se reduce, y con ella, la estabilidad y la viabilidad de la democracia parlamentaria. La caída de la República de Weimar, en 1932-33; la caída de la II República española, en 1936-38; la caída de la Unidad Popular en Chile, en 1973, por no señalar más que los tres ejemplos más conocidos, no es debida esencialmente a los «excesos izquierdistas», ni mucho menos a la falta de espíritu conciliador del movimiento obrero organizado. Se debe, en realidad, a la exacerbación objetiva de la lucha y de las contradicciones de clase.

La socialdemocracia alemana, la dirección del Frente Popular español, la dirección de la Unidad Popular chilena, retrocedieron constantemente ante la ofensiva reaccionaria. A veces se olvida (demasiado rápidamente) que fue el propio presidente Allende el que llegó a incluir al general Pinochet en su Gobierno, y que el Gobierno del Frente Popular ofreció la cartera de Defensa al general Mola poco después de que se iniciara el golpe de estado militar.

Lo que hizo fracasar esa política de conciliación no fue que no tuvieran tanta «audacia» como la de Berlinguer o la de Carrillo. Lo que sucedió en realidad fue que las bases objetivas para la conciliación entre las clases habían desaparecido. Ni el gran capital, tratando de aplastar al movimiento obrero, ni los trabajadores tratando de defender sus intereses, sin respetar a los beneficios y la propiedad capitalistas, llegaron a someterse a las «reglas del juego». Y en esas condiciones, los conciliadores se hallan condenados a una impotencia histórica creciente.

Pero siguen teniendo, pese a todo, una función esencial: frenar, fragmentar y desorientar el impetuoso auge. de las luchas de masas. Queriendo subordinar a toda costa ese auge a cálculos electoralistas y al respeto de las «reglas del juego» parlamentarias, no evitan, sin embargo, que la burguesía prepare y realice sus golpes de Estado militar-fascistas. Pero obstaculizan e impiden la respuesta indispensable de las masas, perfectamente capaces de defender sus libertades democráticas si llegan a desarrollar libremente su potencial unitario de combatividad y de confianza en sí mismas.

La experiencia de la dictadura burocrática en la URSS y en las «democracias populares», y su teorización stalinista han creado una confusión enorme sobre el contenido real de esa delimitación fundamental en el seno del movimiento obrero internacional. La discusión que ha de plantearse no se refiere a la importancia de las libertades democráticas para las masas, tanto bajo el capitalismo como en el proceso de construcción del socialismo.

Los marxistas revolucionarios son los mejores defensores de las libertades democráticas. Son los defensores intransigentes del pluralismo político. Están convencidos de que la unidad de la clase obrera en la lucha, el ejercicio del poder político por el proletariado son irrealizables sin el respeto de la democracia obrera y de la libertad de acción, de organización, de expresión y de crítica de todas las tendencias y de todos los partidos presentes en el seno de las masas populares.

Más claramente aún: estamos convencidos de que somos unos demócratas mucho más radicales y mucho más consecuentes que los defensores de la democracia parlamentaria representativa. Porque, a fin de cuentas, esa democracia es a la vez indirecta y limitada. A medida que se agrava la lucha de clases los trabajadores se ocupan cada vez más directamente de cuestiones que están habitualmente «reservadas» a los parlamentarios. Para ello se organizan en comités, consejos, soviets (en realidad son nociones idénticas) que son órganos de democracia directa. Si estos consejos son democráticamente elegidos y respetan el pluralismo político, significan una extensión y no una restricción de la democracia.

La burguesía, que no es más que una minoría reducida de la población, tiene un temor mortal a esta democracia directa. Los conciliadores reformistas comparten también ese temor. En toda crisis revolucionaria tratan de eliminar a toda costa los consejos obreros, incluso, si es preciso, abandonando sus «profesiones de fe» democráticas y pasando a la represión. Esto es lo que sucedió en Alemania en 1919, en Cataluña en 1937 y, recientemente, en Portugal. Y es que en períodos de exacerbación de las contradicciones sociales, el problema clave no es si se está «a favor o en contra de la democracia». El problema clave que se plantea es el de «Poder de Estado burgués o Poder de Estado de los trabajadores».

Por su propia naturaleza, las instituciones de la democracia representativa no son aptas para el ejercicio del Poder por los trabajadores. Ese ejercicio del Poder sólo puede realizarse adecuadamente con ayuda de órganos de tipo consejista. Toda la experiencia histórica, desde la Comuna de París hasta la revolución portuguesa, lo confirma. La cuestión de saber si hay que conservar o no instituciones de tipo parlamentario junto a las instituciones de tipo soviético es absolutamente secundaria.

Lo esencial sigue siendo la destrucción del aparato de Estado represivo burgués, la expropiación de la burguesía y la necesidad de asegurar el ejercicio real del Poder político y económico por los trabajadores. Aquellos que quieren subordinar la lucha de clases a las «reglas del juego» parlamentarias se niegan a realizar esas tareas. Impiden que los trabajadores las realicen por sí solos. Son los herederos legítimos de Bernstein y de Kautsky. Si los trabajadores les dejan aplicar esa política, ésta tendrá los mismos resultados desastrosos que los que la socialdemocracia alemana, produjo bajo la República de Weimar.

Información en página 18 sobre la presentación en Madrid del libro de Mandel «Crítica del eurocomunismo»

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