Rosa Montero
Apareció hace unos años en el remolino periodístico y joven que concita siempre en torno de sí Manu Leguineche. Entonces era hasta gorda y las amapolas que luego se han posado en su falda aún revoloteaban en torno de ella.Hablaba como Forges y escribía como Dios. En seguida le pedí ayuda, más que dársela, pues ya empezaba yo a cansarme. Venía de un padre banderillero e iba hacia el esperpento brechtiano de los Goliardos. ¿Recuerdas, Rosa, aquellos largos viajes psicodélicos detrás de una caja de cerillas?
Ahora le han dado el premio Mundo, y los que le darán. Una vez sacó un libro de entrevistas y hasta le puse el prólogo. Me llevaba Rosa a El Avión, altos de Hermosilla cuando allí no había nadie, sino el pianista César baldeando aguas musicales de antaño en su piano canalla.
Nos daban pipas con whisky. Rosa dudaba entre el teatro, los viajes y el periodismo.
-Tienes que hacer periodismo -le decía yo.
Esas cosas que se dicen.
La he visto siempre como una Barbarella de la progresía madriles, con las botas de siete leguas de su feminismo dulcemente vindicativo y una constelación de metales ingenuos por su cuerpo y sus dedos: anillos, pulseras, collares, cinturones, arracadas, cosas, como una broma en negativo de la bisutería cara de las burguesas. Y lo inteligente que es la tía.
Creo tanto en el feminismo que busco todos los días, en la vida, en la calle, corroboraciones y correcciones directas, ejemplos vivos, mujeres que ilustren la teoría, tanta y tan contradictoria teoría feminista como hoy se nos impone. Leo estos días a Virginia Woolf, quien, pese a su contexto burgués y su elitismo intelectual, supo ir con precisión casi leninista, como un Lenin vaginal, al nudo económico del tema:
-La alienación de la mujer es puramente económica.
Para qué más. Rosa es un buen ejemplo de feminista en acto, de mujer que se ha resuelto así misma mediante el trabajo y no mediante los teoremas. Leo en Anaïs Nin eso de que la mujer se eterniza en el amor, mientras que el hombre -guerrero tópico y cómico- corre a continuar la batalla. No hay que negar el distinto sistema afectivo de la mujer, como hacen algunos feminismos acérrimos, sino impedir que eso se convierta en una alienación, como se ha convertido en alienante lo negro del negro, sin que se sepa por qué.
Rosa, Rosa Montero, sabe de eso y de todo, sabe mucho. El otro día citaba yo aquí a María Asquerino, como ejemplo de mujer emancipada, en la generación anterior. Mujer de muchos objetos sexuales, que nunca ha sido mujer-objeto. Que aprendan otras. Y hoy Rosa Montero, entre las de ahora mismo, que está viviendo a tope sus turbulents twenties, dichosa ella.
Lo que empezó, en su prosa, siendo coloquialismo desmadrado y cheli, se le ha ido decantando luego, dentro ya del oficio -no hay más escuela que la escuela de la vida, señores de la Ciencia y la Información-, en una gracia reticente, en una literatura irónica, plástica y de reojo.
Esos pelos fritos que a veces se pone, esas piernas largas, cuando renació delgada de sí misma, batida ya en buhardillas y encuentros, esa risa lista que la salva a cada paso de caer en dogmatismos juveniles o moralismos de izquierdas. Habla atropellado, pone los ojos cómicos o tristes, tiene cara de Mafalda de Cuatro Caminos y es una entre las mil que han cuajado en el nuevo rollo del feminismo. Son ya muchas. Yo hablo de ésta porque la conozco. Y los premios que le dan. Nos deja siempre una ausencia de faldumentas y hojalatas. Las tías están cambiando, pero cómo. Nos deja siempre, Rosa, las caídas amapolas de su falda, si se va. Y un broche, una agenda o un lápiz que siempre se le olvida.
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