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Tribuna:Sobre el divorcio / 2
Tribuna
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Causas y culpa en las legislaciones

Catedrático de Derecho Civil

El problema del divorcio puede plantearse desde un triple punto de vista: o bien se le ha considerado simplemente como una sanción a la conducta culpable de uno de los cónyuges, o bien como la consecuencia lógica de la naturaleza contractual del matrimonio, que al aparecer como fundado tan sólo en la voluntad de ambos cónyuges, habría de quedar disuelto cuando ambos de consuno decidieran poner término a su vida común, o bien como la solución objetiva que vendría a poner remedio a una situación insostenible de discordia conyugal.

Este triple modo de plantear el problema se ha ido manifestando sucesivamente a través de la historia: en un principio, el divorcio tenía, en cierto sentido, un aspecto meramente penal, en cuanto se sancionaba con él una conducta culpable de uno de los cónyuges. Ello llevaba: aparejada la necesidad de una perfecta tipificación legal de las causas admisibles, de la misma manera que los códigos penales no admiten otras formas de conducta punible que aquellas que han sido previamente definidas como tales por la ley. El adulterio de la mujer, y, excepcionalmente el del varón, en cuanto se pensaba que aquél podía producir una turbatio sanguinis, es decir, una incertidumbre acerca de la procedencia de la prole, fue sin duda la primera causa de separación, generalmente admitida por las leyes reguladoras del divorcio.

Que la idea de culpa era la que realmente fundaba la posibilidad del divorcio en tales casos lo demuestra el hecho de que en caso de que se hubiera producido adulterio imputable a ambos cónyuges, las culpas se compensaban, y el divorcio no era posible. Junto al adulterio fueron admitiéndose sucesivamente otras causas también de carácter criminológico, como podían ser los malos tratos de palabra o de obra de un cónyuge al otro (sevicias), el abandono del hogar con incumplimiento de las obligaciones derivadas del vínculo matrimonial, la vida inmoral o criminosa de uno de los cónyuges, la condena de uno de ellos a una pena grave, la prostitución de las hijas o la corrupción de los hijos, una enfermedad venérea adquirida fuera de la relación conyugal y otras figuras análogas son las que normalmente han sido admitidas por las diversas legislaciones como causantes del divorcio. Según esta concepción, sin culpa no existe posibilidad de divorcio, y la culpa de ambos cónyuges se compensa, y excluye la posibilidad de una sentencia de disolución del vínculo.

Junto a esta concepción se va afirmando con el tiempo aquella otra que, al concebir el matrimonio como un contrato, no diferente de todos los demás, admite la disolución por mutuo disenso, por acuerdo de ambos cónyuges, bastando en tales casos, en determinados derechos, un mero trámite administrativo. sin necesidad de contienda judicial. Sin embargo, por regla general, los legisladores han mirado con desconfianza esta causa de disolución, por entender que tenía el peligro de que una precipitación impremeditada en este punto pudiera destruir un vínculo que tal vez hubiera con el tiempo y debida reflexión de los cónyuges evitarse: piénsese que no es excepcional el caso en los países divorcistas de que los cónyuges divorciados, decidan más adelante contraer un nuevo matrimonio entre sí.

Límites temporales

Esta idea ha llevado por lo regular a los legisladores a establecer ciertos límites temporales a los que se supedita la concesión de la separación pedida de mutuo acuerdo: o bien se exige que los cónyuges antes de solicitar el divorcio hayan vivido separados de hecho durante un período de tiempo más o menos largo, o bien se supedita la concesión definitiva de la disolución al transcurso de un plazo contado a partir de la formulación judicial de la solicitud, que casi nunca es inferior a un año. Se pretende con ello, por otra parte, conseguir que un exceso de facilidades no llegue a restar seriedad al consentimiento matrimonial, estimulando uniones, muchas veces contraídas con un propósito de temporalidad.

Coexisten por lo regular en las legislaciones que admiten el mutuo disenso como causa de divorcio también aquellas otras de carácter culposo propias de la primera concepción que hemos señalado anteriormente. Pero es indudable que aun sumadas estas causas culposas con el mutuo disenso, el problema del divorcio no se resuelve en su totalidad, porque existen muchos casos en que, sin concurrir una de las causas que permiten solicitar el divorcio unilateralmente a uno de los cónyuges, porque ninguno de los dos ha incidido en ellas, ni se le puede atribuir con exclusividad una culpa, la vida común resulta intolerable por disparidad de caracteres o de concepciones del mundo y de la vida. para uno de ellos, negándose el otro a prestar su conformidad a la disolución del matrimonio.

Mi experiencia de muchos años en causas matrimoniales me ha demostrado dos cosas importantes, dignas de ser tenidas en cuenta: en primer término, que la última raíz de la disparidad existente entre los cónyuges es un desajuste sexual entre ellos. ya que cuando se produce una plena identificación en este terreno, casi todas las otras causas se perdonan; y la segunda, que la resistencia de uno de los conyúges a aceptar una separación por mutuo disenso, suele tener una raíz de índole exclusivamente económica, por otra parte perfectamente legítima cuando no significa una coacción o «chantaje» ejercido sobre el otro para conseguir una retribución patrimonial de su necesario consentimiento.

Causas objetivas

Esta realidad ha llevado a los legisladores a pensar que existen causas objetivas, no imputables a ninguno de los cónyuges o imputables a los dos que hacen aconsejable el acceder a la disolución, aunque ésta sea solicitada por uno solo de ellos. Pueden existir y de hecho existen una multitud de causas, no directamente imputables a la voluntad de los cónyuges, pero que imposibiliten o hagan, al menos, muy difícil la vida común. Casos de enfermedad, de caracteres fastidiosos o violentos que sin llegar a la sevicia resulten a la larga insoportables, discrepancias radicales acerca de la solución que haya de darse a los problemas familiares, discrepancias radicales acerca de la educación de los hijos y tantos motivos más que pueden, a pesar de su aparente insignificancia, llegar a convertir la familia en un verdadero infierno... Es decir, causas que no llevan implícita la existencia de una culpa de ninguno de ambos esposos.

Podría entonces pensarse que si el matrimonio no ha de convertirse en una imitación de la libertad personal de los cónyuges, o de uno de ellos, debería re conocerse la posibilidad de un divorcio por voluntad unilateral de uno de ellos, porque carecería de sentido en tales casos forzarle a la convivencia. En este punto es sumamente aleccionadora la experiencia de las repúblicas socia listas, sobre, como más antigua, la de la URSS. En el momento de la Revolución de Octubre llegó a pensarse por algunos que no teniendo el acto sexual mayor trascendencia que la que podría atribuirse al beber un vaso de agua, la unión del hombre y de la mujer debería ser una unión absoluta mente libre. El cumplimiento de los requisitos meramente administrativos que normalmente acompañan al matrimonio -fundamentalmente la inscripción en un Registro Público sería útil para facilitar, por ejemplo, la prueba de la filiación o para asegurar los derechos sucesorios de los cónyuges, pero no pasaría de ser eso: un requisito meramente externo, que se limitaría a declarar la existencia de una situación ya con anterioridad constituida.

Partiendo de esta idea, se volvió a la vieja forma del llamado «matrimonio per usu», ya admitido por los romanos. «Beber, comer y dormir juntos es matrimonio, me parece», definía irónicamente un antiguo adagio francés. Bastaría la vida matrimonial, el concubinato, para aceptar la idea de un matrimonio, y bastaría el abandono de esa situación, sin el cumplimiento de formalidad alguna, para que el matrimonio hubiera de considerarse disuelto, con o sin inscripción en el registro. Sin embargo, este sistema hubo de manifestarse como creador de muy graves problemas, en cuanto, por ejemplo, el Código Penal continuaba sancionando la bigamia como delito, y la legislación civil, manteniendo las presunciones de legitimidad de los hijos nacidos de matrimonio, concediendo a los cónyuges un derecho recíproco para exigirse alimentos y atribuyendo al viudo unos derechos sucesorios: ¿sobre qué base establecer con certeza a tales efectos la existencia de un verdadero matrimonio cuando el mismo no había sido objeto de inscripción?

A ello se unía un fenómeno de relajamiento de la moral social, lo que llevó a los autores sovieticos a entender que «una familia fuertemente establecida, centrada en una pareja vinculada vitaliciamente y encargada de educar a los hijos en los principios de la moral comunista», era un objetivo fundamental para la construcción de la sociedad futura, y en tal sentido hubo de ir evolucionando la legislación. Se denegaba la concesión del divorcio cuando su otorgamiento podía suponer una violación de los principios de la moral comunista, y así el Tribunal Supremo hubo de declarar que el mismo no era posible en un caso en que el marido, después de treinta años de vida común, pretendía la disolución del vínculo alegando una enfermedad mental incurable adquirida por la mujer.

Legislación

Según la ley de 1968, la concesión del divorcio no ha de fundarse en causas específicas y predeterminadas, sino que bastará que el tribunal pueda constatar que la vida común de los esposos y la persistencia de la familia se han hecho imposibles, debiendo, en tales casos, adoptarse las medidas necesarias para asegurar la subsistencia de los hijos menores o impedidos para el trabajo. Se admite la disolución del matrimonio por mutuo disenso, por simple comparecencia de ambos cónyuges ante el registro, pero será necesaria la intervención judicial cuando del matrimonio existan hijos menores. La disolución del vínculo solamente se producirá cuando hayan transcurrido tres meses desde que fue solicitada.

Dentro de esta misma línea se desenvuelven las leyes de las demás repúblicas socialistas, todas las cuales acuden a este sistema de la «cláusula general», es decir, de la norma que confía en cada caso, atendiendo a las concretas circunstancias, al tribunal la determinación de la procedencia o improcedencia del divorcio. Así, por ejemplo, en Albania se declara que procede la concesión del divorcio cuando exista una «profunda destrucción del matrimonio, por ejemplo, a causa de continuas disputas, malos tratos, insultos, ofensas graves, ruptura de la fe conyugal, enfermedad mental incurable o condena penal grave de uno de los cónyuges, o cualquier otro motivo que haga imposible la continuación del matrimonio, por haber éste perdido su sentido». En el mismo sentido de aceptación, de la «cláusula general» se pronuncian las leyes de Bulgaria, Hungría y de la República Democrática Alemana, en donde el juez únicamente debe dar lugar al divorcio «cuando existan serios motivos de los cuales se deduzca que el matrimonio ha dejado de tener sentido para los cónyuges, para los hijos y para la sociedad».

El Código de la Familia de Checoslovaquia declara que el divorcio sólo será posible cuando las relaciones entre los cónyuges se encuentren tan gravemente dañadas que el matrimonio, no pueda ya cumplir sus propios fines específicos. En todo caso, para tal declaracíón, habrán de tenerse en cuenta preferentemente los intereses de los hijos menores de edad. No se admite, en cambio, el divorcio por mutuo disenso. En el mismo sentido se pronuncian las leyes de Rumania. En cambio, en Yugoslavia. el legislador se vuelve al sistema de la enunciación taxativa de causas de separación y el mutuo disenso.

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