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Claude François murió ayer electrocutado en París

«Es la tragedia de mi vida», exclamó sollozando una claudete que desde las primeras horas de la noche del viernes hasta las cuatro de la madrugada del sábado había acechado la puerta del domicilio de su ídolo, Claude François, como lo ha hecho durante los últimos tres lustros, para sonreírle, para suplicarle una sonrisa, para tocarle, toda una generación de claudettes, es decir, de adolescentes borrachas de ilusiones simples. «La noticia de la muerte de Clo-Clo, como le llamaban las claudettes, cayó como una bomba en las salas de redacción, un par de horas antes de la última intervención del presidente de la República francesa, Valéry Giscard d'Estaing, para predicar el voto bueno.

Esta consideración de un informador radiofónico, en la sede de un partido político de la mayoría, dio pie a un fan giscardiano para reflexionar: «Claude nos ha traicionado. Mañana sus admiradoras, desesperadas, no votarán. »

A última hora de la tarde ayer, en efecto, el flash que anunció la muerte de Claude François le cortó la respiración a Francia entera. Las condiciones extrañas de su desaparición del planeta de los vivos dramatizaron más el traumatismo momentáneo: El cantante, parece ser, había entrado en el cuarto de aseo de su domicilio parisiense para tomar un baño. Intentó cambiar una bombilla, mojado, y murió electrocutado. Su médico personal, momentos más tarde, dio esta versión como posible.

«Si yo tuviera un martillo»

Claude Francois, nacido en Egipto, contaba 39 años. Con Michel Sardou y Johnny Halliday formaba el trío de las variedades galas que ha alimentado a la última década de la juventud, sedienta de emociones convulsivas. En 1962, con su primera canción, Bella, bella, bella, había iniciado un camino surcado por El teléfono llora y Si yo tuviera un martillo, letras inocentes y notas menopáusicas que le crearon en su entorno una aureola de Dios.Las anécdotas más banales de su vida cotidiana eran espiadas por sus admiradoras y mitificadas por su corte de factotum.

Su mercancía simplota, como cantante, gozaba del favor del hombre de negocios disciplinado. El perfeccionista, le apodaban sus amigos. Poseía una casa de discos, una agencia de maniquís, una cadena de revistas. Y, por añadidura, «negociaba sus angustias con talento». Ayer un amigo suyo contó la última peripecia del ídolo caído: «Hace pocos días estábamos en Niza. Como siempre, después del recital, Claude cenó fastuosamente y fuimos al hotel. Aquí me confesó: "Tengo la impresión de qué no se me ama. Yo quiero que se me ame. Me reprochan que no amo a las mujeres. Yo quiero que se me ame. Oye, tengo en la cabeza la idea de una canción que se titularía Yo soy el mal amado." Inmediatamente llamó a París y ordenó a su compositor que cogiese el primer avión para Niza.»

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