Sobre el tema nacionalitario
Senador de la Entesa dels Catalans
La presencia de la palabra «nacionalidades» en el proyecto de Constitución ha creado un notable apasionamiento, y alrededor de este apasionamiento se han producido hechos como los textos agresivos de Julián Marías y el proyecto de algunos parlamentarios de suprimir esta expresión.
Creemos prestar un servicio a todos los ciudadanos de nuestro Estado al puntualizar claramente el pensamiento de los catalanes alrededor del problema de la nacionalidad. Hablamos sabiendo que hablamos, de hecho, en nombre de una inmensa mayoría, puesto que ahí están los resultados de las elecciones del 15 de junio para observar el peso aplastante de los partidos que, solos o en coaliciones ganaron puestos parlamentarios y que presentan como elemento básico su defensa del hecho nacional catalán: PSC-C, FSC (PSOE), CDC, EDC, PSC-R, UDC, ERC, EC, PSUC, independientes y Entesa dels Catalans. Sólo UCD y AP no explicitaron esta posición.
La sorpresa
Sabemos que la mayoría de los conciudadanos de nuestro Estado contemplan con sorpresa el hecho de que la práctica totalidad de los catalanes consideremos que nuestra nación es Catalunya. Sin un conocimiento directo de nuestro país y educados por una enseñanza oficial que identifica cómodamente nación y estado, ello les parece o extraño o incluso falso. Pero no hay duda alguna de que cualquier sistema de pensamiento realmente democrático está obligado a prestar atención al pensamiento de los demás, a respetarlo y tratar de comprender la razón de su existencia. Con estas líneas no intentamos otra cosa que prestar servicio a cualquier conciudadano que, revestido de esta exigencia democrática, tenga la honrada voluntad de escucharnos y renuncie a la defensa irracional propia de aquellos que cierran sus oídos a los demás.
Los fundamentos del convencimiento de que nuestra nación es Catalunya se basan en cuatro hechos decisivos: las definiciones teóricas de la nacionalidad, la viva memoria histórica, la tradición en el uso de las palabras y, en último término, la realidad intelectual, sentimental y política del momento actual.
Aunque se dice a menudo, con ligereza, que el concepto de nación es un concepto moderno, no hay duda que la definición que de ella dio Froissant en el siglo XIII, y que está implícita en los numerosos textos patrióticos que, en Catalunya, escribió Ramón Muntaner en el XIV, coincide con el sentimiento general actual, no sólo en nuestro país, sino en el mundo entero, que piensa como el cronista francés que una nación es «una comunidad de hombres que habita un mismo territorio, que tienen un origen común, unas instituciones comunes y una misma lengua». Esta definición es muy cercana a la clásica de Stalin que definía la nación como «una comunidad estable, históricamente constituida de lengua, territorio, vida económica y formación psíquica, que se traduce en una comunidad de cultura». El hecho de que, en momentos diferentes de la historia, nuestra comunidad haya tenido relaciones privilegiadas con órbitas culturales distintas, carolingia, occitana, francesa, italiana o castellana, no hace sino poner de relieve el hecho constante de que son las relaciones internas entre los que hablamos la misma lengua las que definen la comunidad.
El pueblo y la nación
En el pensamiento contemporáneo se ha desarrollado la distinción entre pueblo y nación. Según ésta, la comunidad de territorio, de vida económica, de formación psíquica, de lengua y cultura, por sí sola sólo define lo que podemos llamar un pueblo. La nación aparece cuando este pueblo pasa a ser objeto, por parte de un grupo o clase dirigente, de un proyecto de institucionalización política. Así los argelinos constituyeron un pueblo durante muchos siglos y sólo como respuesta política a la colonización francesa han pasado a constituir en nuestro tiempo una nación.
En el caso de Catalunya es interesante leer lo que dice el gran historiador Pierre Vilar cuando cuenta en la introducción a su libro Catalunya en la España moderna que años atrás era un internacionalista, que no creía en las naciones, y que se dio cuenta de lo que es una nación estudiando a Catalunya y observando que ora las derechas, ora las izquierdas, alternativamente, todos levantaban, a lo largo del tiempo, la reivindicación nacional. Su conclusión fue que si todos levantaban la misma bandera es que ésta existe objetivamente fuera de ellos.
Históricamente está claro que el pueblo catalán, configurado como una avanzadilla occitana dentro del imperio carolingio, en el siglo IX, fue ya la base de un proyecto político institucional cuando en el siglo X Borrell II convirtió su territorio en un Estado soberano, destinado a durar ocho siglos, hasta que lo aboliera el decreto de Nueva Planta, en el XVIII.
Si en el comienzo fue más una Monarquía que un Estado moderno, muy tempranamente, con las Cortes del siglo XIII, fue realmente un Estado semejante a las repúblicas italianas, antes de pasar a ser un imperio, dominador de las grandes islas del Mediterráneo y de Grecia. Desde el siglo XIII dobló su estructura de poder efectivo con el sentimiento intenso de un patriotismo inflamado que encontramos en las crónicas y en los discursos parlamentarios de los reyes, especialmente en boca de Pedro el Ceremonioso y Martín el Humano, cuyo nacionalismo les llevaba a considerar a Catalunya como el país más libre del mundo.
La fuerza de las dos Generalitats, la de Barcelona y la de Valencia, verdaderos Estados, se enfrentó, sin embargo, a menudo, con los reyes, y demostró ante Pedro III, ante Juan II, como ante Felipe IV, que si se conservaba un respeto, de tipo religioso, hacia el poder real, por encima de él estaban los intereses y las libertades del país.
Esta libertad de los dos Estados catalanes es evidente que se conservó incluso cuando Catalunya dejó de tener su dinastía real propia. Con los Austrias tuvo los mismos reyes que Castilla, Nápoles, el Franco Condado, Portugal o el Milanesado, pero Vilar ha mostrado bien que no hubo ninguna unidad estatal. No sólo había fronteras entre Estado y Estado, moneda propia y fuerzas armadas propias, sino que, a menudo, la política internacional en Catalunya fue opuesta a la de Castilla y las épocas de crisis o de progreso económico de un territorio u otro nunca coincidieron.
El conde Duque de Olivares intentó en 1640 la unidad estatal, y fracasó en su empeño. El propio Felipe IV comprendió que no podía ser. El proyecto no fue realizado hasta Felipe V, tras la conquista militar de 1714, y con el argumento del derecho de las armas.
Catalunya, sometida
Catalunya fue sometida al Estado castellano por la fuerza, y esto se manifestó no sólo por el poder establecido, sino por el hecho significativo de querer imponer a los catalanes el idioma de sus vecinos. Pero ello no abolió la conciencia de la entidad nacional catalana ni para los catalanes ni para los castellanos. Es muy importante recordar que en pleno reinado del propio Felipe V, tras su ocupación de Catalunya, fue publicado, en castellano, un entusiástico libro de elogio a la que se llamaba «Nación catalana» por sus glorias pasadas.
A mediados del siglo XIX, en el momento de más intensa castellanización de Catalunya, incluso los pesimistas que lo creían todo perdido hablaban de «el fin de la nación catalana» y no podían dejar de llamarla así.
La Renaixença habituó a los catalanes a distinguir entre nación y Estado, considerando que la nación es la comunidad natural y el Estado la construcción política contingente, resultado de herencias, pactos y guerras, que no forzosamente coincide con la nación.
Es un hecho indudable que, de 1714 a 1931, Catalunya fue una entidad nacional incluida por un hecho de fuerza en el Estado castellano que, no por tomar el nombre general de España, dejó de serlo, como indica el hecho de haberse querido llamar a la lengua castellana «lengua española». En 1931 la República dio por primera vez la oportunidad a los catalanes de integrarse voluntariamente en un Estado común, junto a los otros pueblos peninsulares, y ello se hizo con el pacto del 17 de abril. Nació así la primera posibilidad de un Estado español nacido no de la imposición, sino de la libre decisión de las naciones que están en él. Nació la idea de la que fue llamada irónicamente «España, SA», como expresión de una verdadera justicia democrática que podía tomar su modelo de esta maravillosa realización de Estado plurinacional que es Suiza.
En este instante, no hay duda que estamos todos empeñados en construir un Estado en el que cada cual pueda sentirse en su casa. Para lograrlo es preciso que ninguna nacionalidad, ni tan sólo la mayoría castellana, no quiera perpetuar situaciones de poder de un grupo sobre otro.
Es un hecho que Catalunya fue llamada todavía nación por los castellanos en pleno reinado de Felipe V. Que en el siglo XIX todavía se hablaba en los viejos términos políticos de «Reino de Valencia» y «Principado de Catalunya». Sólo el intento de despersonalizarnos políticamente hizo circular el nombre puramente geográfico, no político, de «región». Por ello, sea como sea que pensemos, debemos saber que Catalunya puede ser llamada nación, nacionalidad, país, pueblo o como se quiera, pero que todos los catalanes tomamos como insulto la palabra región, que significa: no sois una comunidad con derechos políticos, sino sólo una porción de territorio.
Los textos pasarán, pero la conciencia nacional de los catalanes no pasará.
Si queremos ser justos, equitativos y democráticos será preciso respetarlo. Es la única manera de vivir juntos y es nuestra esperanza.
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