Cityscape: paisaje urbano, 1910-1939
Cityscape,
Royal Academy. Londres.
La ciudad no nos conoce, nos barrunta. En su ignorancia nos dispone en oficios y en ciencias; en ciertas calles, en determinados lugares desde los que nos obliga a mirarla, a hacerla única.
Para la ciudad no somos sino paseantes Quizá la educación o, mejor, el autodidactismo obliga trabajadores que deambulan a horas fijas por sus calles, camino de aquellos grises edificios que la construyen.
Y ¿qué es la ciudad para nosotros? Quizá también la ciudad no es sino esos edificios que se alzan cual fronteras frente a las ventanas de nuestras casas o quizá una mezcla de gasolineras amenazantes y de altas construcciones que olvidan el cielo. Un enjambre de semáforos inquietos y de desconocidos ceñidos a sus normas. Un tejido de asechanzas por los hechos en exceso conocidos.
¡Basta de literatura! Vayamos a lo que importa, al hecho que motiva estas líneas. ¿Qué es la ciudad para los artistas? ¿Cuál es su paisaje? ¿Cuál su rictus? ¿La mueca? ¿La sonrisa?
Con mucha menos retórica, con mayor impaciencia, pretende contestar a tantas preguntas la exposición que en estos días ofrece la Royal Academy de Londres bajo el título Paisaje urbano, 1910-1939.
Deberíamos mencionar la diferencia existente entre exposiciones como ésta y esas otras que nos ofrecen o nos hacen tragar nuestros organismos oficiales. Por tarea repetitiva y vana renunciamos a labor tan ingrata como inútil; contentémonos con las deliciosas muestras del arte textil y con los gloriosos ejercicios expresionistas de nuestros mayores a los que nuestros responsables culturales nos tienen acostumbrados y posterguemos, en la esperanza de visiones mejores, exposiciones como la reseñada, a tiempos futuros cuyo origen, por incierto, no nos pertenece.
De la categoría de la exposición mencionada daría cuenta la nómina de los nombres en ella recogida, desde los verticistas Duncant Grant, Percy Wyndham Lewis y Graham Bell, pasando por los más monótonos sires de la pintura inglesa, hasta llegar a obras impresionantes de Edward Burra o las más deliciosas para la vista del inestable Paul Nash junto a los más delirantes e impensables asilados en tierra inglesa como Henri Cartier Bresson, Zadkine o Diego Rivera; los alemanes Otto Dix, George Grosz o el confuso Beckmann y la exacta inclusión de dos magníficos merz de Kurt Schwitters como fenómeno posible únicamente en lo urbano; entre los americanos desde el obligado Ben Shan y sus seguidores más o menos cercanos hasta el ingenuo y perfecto en su sensibilidad John Marin o el cada vez más revalorizado para la figuración Stuart Davis.
Con todo, una exposición con pretensiones modestas -de las que daría razón el hecho de su entrada gratuita en un Londres en el que todas las exposiciones cotizadas alcanzan su valor en las libras de la entrada- que, sin embargo, obtiene su verdadera entidad no tanto por el hecho del tema, siempre circunstancial, sino por la categoría de las obras, siempre de formato reducido e incluso con técnicas consideradas menores, como el dibujo o el grabado, que la constituyen.
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