Un panorama complicado y amorfo
Catedrático de la Universidad Complutense
En un artículo anterior tanteaba yo, con cierta audacia, la tarea de establecer una especie dé balance apresurado del estado de nuestros estudios humanísticos, «de letras», como se dice, en diferentes momentos de nuestra historia reciente. Lo hacía, más que otra cosa, como prólogo a la presentación de una visión panorámica de la situación actual, que en cierto modo anticipaba.
Apuntaba que en ciertos aspectos puede decirse que se han superado los antiguos niveles: en número de estudiosos, amplitud del campo que abarcan, volumen de publicaciones. Ha habido un crecimiento, por decirlo, vegetativo, que sería vano empeño el ignorar y que es paralelo a otros, en el terreno cultural y fuera de él, en cualquier país bajo cualquier régimen político. No que la política y la sociedad no influyan: influyen mucho y no siempre para bien. Pero a veces creemos todopoderosas a la política y a la sociedad cuando la verdad es que una voluntad decidida, y más si es de todo un grupo, puede saltar por las dificultades y utilizar las ventajas.
Ahora bien, los avances en el terreno cultural no son lineales, y menos si, como en el caso de España, han tenido detrás de sí una ruptura brutal con la tradición anterior, una falta de planificación, choques con planteamientos políticos, con grupos obstaculizantes, con modas sociales (a veces fomentadas por el Estado o utilizadas por éste para ponerse a tono).
Efectivamente, al lado de ese volumen, importante relativamente, de nuestras humanidades, una mirada hacia atrás, hacia aquella claridad de líneas de la cultura de los años veinte y treinta podría hacernos preguntas: ¿dónde está su perfecta inserción en la vida del Estado, en el sistema de valoraciones de la sociedad? (Me refiero, insisto, a las ciencias humanas: en la pura creación literaria e ideológica ha habido choques siempre.) Hoy tenemos un panorama complicado y tirando a amorfo que no es extraño que sea difícil presentar a un público amplio.
Quizá sea en parte culpa nuestra, falta de maestros, y no sólo del Estado y la sociedad. Quizá también proceda de la improvisación con que, a veces, ha habido que hacer frente a las demandas de profesores que exigía un número creciente de alumnos. O de la ficción que obliga a todo aspirante a profesor a posar como científico.
Pero con todas las limitaciones, la verdad es que se ha hecho y se hace un trabajo, ya aprovechando circunstancias, ya contra viento y marea. Y que esto se sabe hoy fuera de España en todas partes. Aunque la relación con el extranjero sea una de las cruces de nuestra ciencia: por la barrera del idioma (salvo para los hispanistas, el español no cuenta como lengua científica), por falta de una plataforma de lanzamiento (hay más bien lo contrario), por prejuicios inveterados.
Ciertamente, en el desarrollo de las humanidades -y sin duda de otras ciencias- en España han influido desfavorablemente tres fenómenos acaecidos a fines de los sesenta y en los setenta. Fenómenos no sin relación unos con otros y con los cuales reanudo mi historia.
El primero ha sido la crisis universitaria, que, aparte de sus razones propias, ha convertido a la Universidad en campo de maniobras y aun de batalla de la crisis política nacional: algo nada estimulante para el trabajo científico, se profesen las ideas que se profesen.
Realidad e imagen pública
Junto a esta crisis, ha estado la económica, viva hoy más que nunca. Ha llevado, por ejemplo, a las dificultades en el empleo, con la angustia consiguiente; o a la situación casi sin salida en que hoy se encuentra el que quiere publicar un libro de investigación sobre ciencias humanas.
Pero ha sido más grave, quizá, el desvío estatal y social hacia estas ciencias, desvío que desde hace digamos diez años es notorio en España y no sólo en España. Aquí hay algo más grave que el ocasional desfase entre realidad e imagen pública: hay una desaparición de ésta, salvo en circunstancias excepcionales.
Las antiguas ciencias humanísticas han visto discutido su papel en la enseñanza. Entre terribles bandazos, se pasó de una idolización a un negamos el pan y la sal: y no sólo al griego y el latín, sino también a la literatura, a la historia, salvo la contemporánea, u orientaciones muy concretas, a la filosofía si no era sociología o psicología. Tras indecibles luchas, las cosas quedaron mejor de lo que se. temía, pero la ley de Educación y todo el movimiento en que vino cabalgando dejaron un trauma todavía abierto. Lo peor es que por un movimiento en que ya no se ve dónde está la causa, dónde el resultado, la ola no ha cesado. Todavía vemos cada poco en el Boletín Oficial que tal o cual sección o facultad de Historia ha decidido eliminar o recortar el latín.
Crisis de las humanidades
Pero no es sólo esto: hemos visto cómo las ciencias humanísticas se veían cada vez más alejadas de la atención pública (revistas, periódicos, librerías, editoriales) y sustituidas por la economía, sociología, psicología, pedagogía, etcétera. Sólo la historia contemporánea es una excepción. Ciertamente, hay que abrir paso a lo nuevo: también estas ciencias iluminan lo humano. Pero esa especie de corte brutal con la historia, ese progresismo tonto para el cual el hombre nació ayer y hoy va a inventarlo todo para un mañana perfecto, es la antítesis de toda cultura. La paradoja es que cuando más se habla de la cultura que libera, cuando más se expande a los niveles elementales, menos atención recibe, si somos sinceros, en los más elevados. Hay más palabrería cultural y más utilización coyuntural por la cultura que verdadero interés por la misma.
Me apresuro a decir que la crisis de las humanidades en general como fenómeno social no es exclusivo de España: al revés, es casi seguro que la ola vino de fuera, aunque aquí fuera fomentada en un momento dado. De aquí y allá llegan noticias de que, de nuevo, vuelven los alumnos y la atención pública a las humanidades. Pero mientras esta nueva corriente no se refuerce, el hecho es que un poco en todas partes la decadencia ha sido grande. ¿Dónde están aquellos antiguos maestros, de obra inmensa, un Momnisen, un Reinach, un De Sanctis y tantos y tantos? En España mismo, ¿cómo encontrar hoy a alguien que, en puro volumen de trabajo, sea comparable a un Menéndez Pelayo, un Menéndez Pidal? Es muy difícil. Tal vez la vida moderna no lo permita.
No tengo espacio aquí para filosofar sobre todo este problema, para tratar de señalar más de cerca causas y efectos. Es claro que tiene que ver con el desfase entre realidad e imagen, que causa daño, de rechazo, a esa misma realidad de nuestras ciencias, necesitadas de apoyos y adhesiones. Cabe esperar que continúe el giro de una rueda que, me parece, está ya girando, y que ciertas posiciones de moda en determinados ambientes -más que entre el pueblo en general- pasen.
Pero querría, en cambio, insistir en las luces y las sombras del panorama actual. Al factor positivo, ya apuntado, de un crecimiento que es irreversible y de un nivel a veces excelente y cuando no, al menos decoroso, se contraponen otros negativos.
Falta de política científica
Hay, como decía arriba, un cierto igualitarismo que tiende a impedir la formación de escuelas que orienten y organicen. La falta de una política científica concreta ha contribuido a ello. Decía -y pongo un solo ejemplo- Manuel Alvar en el último número de la Revista Española de Lingüistica que el CNRS francés cuenta con 35 investigadores de plantilla para realizar el nuevo Atlas Lingüístico de Francia, mientras que aquí una obra paralela tiene, media docena de trabajadores contratados por muy breves períodos de tiempo. Concluyendo: diríamos que si malos son el divismo y el feudalismo, el «café» (o falta de café) para todos tampoco es un buen sistema. Una política elemental impondría, entre otras cosas, que los grandes proyectos de trabajo en equipo, en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas o donde sea fueran pocos, serios y dotados de personal y medios. Cosa que no sucede.
Volviendo a tomar el hilo: un nivel decoroso y aun bueno bastante general sustituye a las grandes figuras, raras y aisladas. Cunde el especialismo, la falta de visión general de la cultura. La falta de originalidad o de un campo de trabajo acotado por una escuela se suple a veces con la embriaguez bibliográfica o admitiendo las modas que penetran devastadoras: tales la del positivismo lógico o la de la lingüística generativa. Tratar de dirigir un grupo de trabajo en estas circunstancias no es nada fácil: la tentación es meterse en la torre de marfil a hacer obra puramente personal o abandonar todo esto y llenar la propia vida con la lucha por los cargos o con actividades de mayor brillo social.
También entre los jóvenes cunde a veces el desánimo. Esperas y azares imprevisibles están ante ellos, antes de que puedan hallar un puesto donde satisfacer su vocación. Por otra parte, igual que en otros países, el trabajo científico ha pasado a convertirse en una especie de trámite administrativo antes de que se acceda a una cátedra y luego se abandona. Hay un cierto vacío, un cierto aislamiento en el que muchos se sienten perdidos si no tienen una voluntad y una capacidad creadora que lo compense. La falta de aprecio social de este tipo de trabajo es, sin duda, parte del problema.
No querría terminar con tintas pesimistas. Hay un proyecto, una emulación en que están embarcadas muchas personas y que, aunque sea en forma a veces insuficiente y anárquica, entre dificultades, sigue adelante. El que de verdad ha probado la alegría del hallazgo en el campo de las ciencias del hombre, ya no las abandona, sean cualesquiera las circunstancias. Y hoy no es España el desierto que fue por un momento ni sentimos complejos cuando miramos más allá de las fronteras. Por lo menos, muchos no los sentimos.
Pero no deja de ser cierto que hace falta una política científica, dirigida a las bibliotecas, a las publicaciones, a los grandes proyectos colectivos que no pueden vivir de la improvisación provisional de cada año. A la reforma de organismos, como el Consejo Superior de Investigaciones, con demasiadas huellas del pasado. Como haría falta que hubiera una crítica seria y sistemática de la producción española en estos campos, no sólo de un material seleccionado por afinidades ideológicas o, peor aún, por el criterio de esa «actualidad» cuya obsesiva persecución tanto daño causa. Algo que separara el trigo de la paja. Esa mínima vanidad del estudioso que quiere que se sepa que su obra existe, merece ser satisfecha: es algo que rinde a la larga, crea un clima propicio.
Y hay luego el problema de fondo: el de en qué medida unas ciencias que se refieren a las más altas creaciones del pasado pueden todavía interesar, ofrecer un modelo. Para que así se aceptara, habría que hacer ver que presentan en forma más perfecta intuiciones que tantos creen que son suyas y nuevas. Y hacer ver que la rotura con el pasado limita y empobrece. ¿Habría un giro que conecte otra vez, tras un pasajero eclipse, a los sectores que dominan la sociedad y el Estado con las viejas ciencias humanas? Esa mezcla de avances y desconcierto que hoy las domina dejaría paso a un panorama bien diferente.
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