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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las oposiciones

LAS OPOSICIONES ya han pasado el tamiz parlamentario y acaban de ser objeto de una decisión gubernamental en toda regla. La propuesta socialista de congelar la convocatoria de nuevas oposiciones para acceder al profesorado, según el tradicional sistema español, inamovible, al parecer, en su sustancia, no prosperó en el Parlamento, donde el tema provocó la división clara en dos bloques, el gubernamental y la izquierda. Pero es lícito preguntarse también si este sistema es el más adecuado a los tiempos actuales. El malestar que se extiende por el profesorado a todos los niveles y la aparición en el mundo de nuevas fórmulas para acceder a la enseñanza, intermedias entre el sistema anglosajón y el latino, permiten una reflexión sobre el tema.Partiendo de la hipótesis de que el actual sistema debe cambiar, o al menos ser modificado profundamente, cabe preguntarse si las oposiciones, tal como están, muestran ser un sistema razonable de selección del profesorado. ¿Cumplen su cometido produciendo resultados científicos de un nivel comparativo tolerable y aceptable en relación a lo que la sociedad española ha alcanzado en otros órdenes? La justificación por el mal menor es el argumento tradicional de los defensores de este sistema. Sin embargo, el saldo que arroja la Universidad española de la larga posguerra resulta bastante pobre. Si son muchos los productos que nuestro país ha logrado introducir en los mercados exteriores, la ciencia española -la que defendía con los mismos resultados Menéndez y Pelayo- sigue sin venderse fuera.

Hay que dejar a un lado la injustificada asimilación entre función docente y función pública y sus desastrosas consecuencias (identificación de¡ funcionario-docente con el cuerpo al que pertenece, más que con la institución específica a la que debe servir). Y también de lo caro, inelástico y fundamentalmente atentatorio contra el concepto mismo de autonomía universitaria que del sistema de oposiciones resulta. Lo cierto es que ante muchos de sus ejercicios fracasaría buen número de eminentes científicos extranjeros, como caen muchos de sus discípulos, buenos profesionales españoles que llevan años fuera, y los seguirán llevando mientras un título pontificio o de alguna oscura universidad hispánica tenga preferencia sobre los de Harvard, Oxford o Berlín. Con pruebas como la exposición oral de una lección sorteada de un programa muchas veces arbitrario, o el desarrollo de un tema «sorpresa» se margina a buenos profesionales, y, sobre todo, no siempre se prueba que los seleccionados sean científicamente capaces. Porque la ciencia es un modo de saber en profundidad, no un cúmulo de conocimientos enciclopédicos, ambiguos y laterales.

Lo más escandaloso de las oposiciones no hay que buscarlo en los fraudes que continuamente se producen, sino en la regla de su «buen» funcionamiento: no están diseñadas para elegir a quien haga mejor ciencia, sino a quien mejor realice unas pruebas de carácter acientífico. Desde un punto de vista científico, las oposiciones son un sistema de selección regresivo en el que, habitualmente, los tribunales se reproducen a sí mismos al escoger a los candidatos que más se les parecen.

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Cualquier opositor sabe que una investigación sistemática, científicamente relevante, que en Europa o Estados Unidos constituiría pasaporte seguro en la carrera profesional, en España no ofrece garantía de éxito alguno. Como cantan las aleluyas del opositor: «lo primero y principal es contar con el tribunal»; los dichosos ejercicios no expresan una relación profesional, sino otra de poder, del poder que el azar atribuya a las capillas en que aparecen divididas las diferentes disciplinas en nuestra Universidad. Muchos de los que con furia defienden el actual sistema no están a veces tan interesados en defender un mecanismo de selección profesional como un artilugio que les ha permitido construirse alguna satrapía de aula.

Esta crítica no busca patentar a perpetuidad, sin control ni competencia, los contratos de muchos profesores nombrados a dedo. Nadie duda de la necesidad de arbitrar un sistema objetivo y público de selección del profesorado que permita calibrar la capacidad docente e investigadora. Pero de lo que cada vez hay más dudas es de que el sistema de oposiciones reúna tales requisitos.

Por eso, en tanto el Parlamento decide la adopción de un sistema menos malo -y para evitar que el ritmo actual de convocatoria de oposiciones vacíe de contenido su decisión, hipotecando la renovación de nuestro profesorado durante muchos años- urgía que se congelara uno de los peores: el de las oposiciones.

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